Todas las tiranías son parecidas. En los extremos, se juntan Fidel y Pinochet. Pero vaya que la dictadura del fujimontesinismo y la de ese bribón despreciable de Maduro se parecen entre sí como dos gotas de sangre. Corruptas hasta el tuétano, ambas surgieron de una grotesca farsa electoral, bendecida por el silencio ominoso de los organismos internacionales y los presidentes de la región. Ambas coparon las instituciones o las arrasaron. Ambas dinamitaron la libertad de expresión. Ambas echaron mano de todos los medios para arrinconar a sus opositores. Ambas se valieron de sicarios para perpetrar crímenes de Estado. Ambas asesinaron a sus estudiantes. Podríamos seguir enumerando muchas semejanzas más, pero quiero detenerme en el paralelo de dos sucesos clave: la Marcha por el Día de la Juventud, del 12-F, en Venezuela, y la Marcha de los Cuatro Suyos de julio del 2000, en el Perú, porque su comparación ilustra el comportamiento desesperado de los gobiernos autoritarios que, cuando la noche se les viene encima, parecen consultar todos el mismo manual.
No hemos olvidado que durante la Marcha de los Cuatro Suyos –estallido de ira de un país hastiado– se produjo el pavoroso incendio del Banco de la Nación donde murieron seis trabajadores inocentes. Carlos Bruce, entonces candidato al Congreso, organizador de la protesta, pronto fue acusado de ser el autor de las muertes y el fujimorato le dictó una orden de detención por homicidio. Recuerdo, como si fuera ayer, el rostro desencajado de Carlos entrando al set de mi programa en Canal A para denunciar la sucia maniobra, mientras los demás canales lo acusaban. Pero una investigación descubriría que el edificio había sido deliberadamente incendiado por órdenes de Montesinos que fue condenado a diez años de cárcel por ese crimen. De idéntica manera, hoy, en Caracas, el líder opositor Leopoldo López, mano derecha de Capriles, ha sido absurdamente culpado de las tres sangrientas muertes del miércoles y el verdadero culpable –el cabecilla de los pistoleros en moto, el rufián Maduro– ha ordenado su arresto aunque, al cierre de esta edición, no se haya atrevido a ejecutarlo.
Tampoco hemos olvidado que en mayo del 2013, los congresistas venezolanos María Corina Machado y William Dávila recibieron una infame golpiza, en plena Asamblea Nacional, por parte de una gavilla de hampones chavistas. Y que el entonces canciller peruano Rafael Roncagliolo tuvo el gesto democrático de pedir que Unasur se pronunciara contra aquella violencia e hizo un llamado a la tolerancia y al diálogo. Maduro –Podrido, a partir de ahora– se engoriló y dijo que Roncagliolo había cometido “el peor error de su vida”. La bravata fue suficiente para que la cabeza de Roncagliolo rodara y le fuera ofrecida en bandeja de plata por nuestro presidente que, no lo olvidemos nunca, dijo en los funerales de Hugo Chávez que el dictador era “un modelo a seguir”. Los peruanos no necesitamos que nos cuenten cómo son las dictaduras, ya las hemos sufrido. Y entonces, clamábamos ayuda. Ahora que Venezuela está secuestrada, herida, humillada, hambrienta, amordazada ya no basta con rezar. Grita por Venezuela.