A tres semanas de las elecciones, ninguna campaña de demolición funciona contra quienes, sorpresivamente, empiezan a dispararse en la intención del voto ciudadano. Por ello, es tan importante –aunque en realidad incontrolable– que esas grandes sorpresas electorales no se produzcan ni al inicio (como en Acuña) ni a la mitad de la campaña (Guzmán), sino al final, cuando la demolición solo sirve para generar la certeza de que el atacado o la atacada está volando mucho más alto de lo que uno se imagina y, por tanto, que no son creíbles (aunque puedan ser reales) las imputaciones porque, obviamente, tiene agenda propia.
Tras tantas demoliciones de candidaturas durante la campaña, se produce en los votantes un efecto de saturación en el electorado que inmuniza a los sobrevivientes, sobre todo a quienes estaban en la cola y que, a la hora nona, empiezan a recoger los frutos del hastío ciudadano.
Por ejemplo, antes que dejar claro que Verónika Mendoza escribió en las agendas de Nadine, lo que queda claro es que la intención de voto de la candidata del Frente Amplio tiene una tendencia al alza tan grande como para llegar a la segunda vuelta este 10 de abril y, muy probablemente, para vencer al fujimorismo el 5 de junio.
El yerro de concentrarse políticamente en estas denuncias de última hora como parte de la información con la que debe contar el ciudadano para no votar por alguien es que se descuidan las razones de fondo para que ello ocurra. En efecto, mientras se discute si Mendoza era amanuense de Nadine hace una década, se deja de discutir que aquella postula a la presidencia para desarrollar el plan de gobierno (¡recargado!) que Heredia y Humala traicionaron, traición que motivó que Mendoza les tirara un portazo en la cara hace cuatro años y renunciara al partido de gobierno.
Es decir, ya que Mendoza no oculta para nada qué hará con el Perú de salir elegida, me parece que tiene mucho mayor sentido que los votantes se concentren en cómo lo dejará, si termina yéndose (no olvidemos que estos proyectos “progresistas” en América Latina, al igual que el fujimorismo, son fundamentalmente reeleccionistas indefinidos). Al final, la racionalidad del proceso electoral obedece a cómo le irá al Perú después de tal o cual gobierno. Si al Perú le va bien, a todos nos va bien. Si le va mal, a la mayoría le irá mal.
Así pues, aunque bajo la dinámica propia de la campaña es imposible que no se produzcan demonizaciones de candidatos –sobre todo a última hora–, lo efectivo en el rush final no es mostrar al “diablo” o a la “diabla” (¿qué político no lo es?), sino al infierno cuyo camino, sin duda, está alfombrado de las más rojas intenciones.