Si usted está atento a los memes de Internet, sabrá que hace unos días . Si no lo está, se lo explico: a la edad de 12 años falleció en Hong Kong, víctima de leucemia, uno de los perros más famosos del ciberespacio. Un precioso y fotogénico shiba inu en realidad llamado Balltze, que se volvió ubicuo en el frenesí memístico como representación de la pequeñez y la vulnerabilidad. Balltze o Cheems era la fragilidad con patas, símbolo de toda una generación siempre más débil que la anterior.

Pero más allá del meme –gracioso, efectivo, memorable–, ¿qué muere en uno cuando un perro muere? Para empezar, la diferencia entre la esperanza de vida humana y la canina se convierte en una ecuación tan desigual como cruel: las matemáticas nos dicen que viviremos para ver morir a cinco, seis o siete de nuestros perros. La lógica nos manda enterrarlos a ellos. Por eso, el duelo y su tristeza son casi siempre nuestros.

Y está bien que sea así. Nadie quiere imaginar a su perro cargando con la pena de perder al humano que ama, de no entender su ausencia. En “El perro que cuidaba de las estrellas”, manga del japonés Takashi Murakami, el pequeño perro Happy ve cómo el hombre que lo acoge se duerme para no despertar nunca más. Y se queda a su lado para siempre. En la novela “El amigo”, de Sigrid Nunez, hay otro perro súbitamente solo: Apollo, un gran danés con artritis, sufre la muerte de su dueño y es adoptado por una de las mejores amigas de este último. La mujer y el perro comparten así un proceso de duelo peculiar.

Por eso, aunque doloroso, resulta menos egoísta ver morir a un perro. “Silencioso amigo mío, viejo amigo mío, has muerto... Cuántos minutos claros, cuántos momentos eternos, contigo”, le escribe el poeta argentino Juan L. Ortiz a su galgo Prestes. Y el francés Claude Duneton, en la breve pero hermosa “La perra de mi vida”, confiesa: “A una edad en que la razón se me nubla, cuando me he convertido en un hombre de pelo gris, a veces, en mis sueños, siento que acaricio perros muertos”.

Yo tuve a una vecina que murió a los pocos días de perder a su perro. No pudo resistirlo, era el único ser que la acompañaba. Y también he visto a una pareja joven y luminosa tratando de sobrellevar la trágica muerte del perro que criaban juntos. Tampoco pudieron. Se separaron solo meses después: su relación murió con él.

¿Qué muere en uno cuando un perro muere? La cercanía de una generosidad y un amor inconmensurables. Y lo que queda entre sus pelos y su silencio, en cambio, es la frustrante certeza de que nunca podremos ser mejores que ellos. Esa es nuestra bendición y nuestra condena.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Juan Carlos Fangacio Arakaki es subeditor de Luces

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