¿Por qué los limeños, y buena parte de los peruanos, están dispuestos a elegir a candidatos comprometidos en actos de corrupción? ¿Por qué hay un 49% de limeños que votará por Luis Castañeda aunque está convencido de que les va a robar? ¿Por qué en Áncash va primero en las encuestas un impresentable candidato condenado por corrupción en la época del fujimontesinismo, que hoy planea regalar 500 soles a cada elector? ¿Por qué Gregorio Santos ganará en Cajamarca?
No hay una respuesta fácil para estas preguntas. El fenómeno de la tolerancia con la corrupción no es nuevo y no solo se refleja en las elecciones que se realizarán el domingo 5 de octubre, sino que se hizo evidente cuando Alan García salió elegido por segunda vez presidente del Perú, a pesar de haber encabezado uno de los gobiernos más corruptos de nuestra historia. Parece que ya nos hemos olvidado, pero Alan García, en el 2006, pedía una oportunidad para reivindicarse del desastre de su primer gobierno, con el mismo desparpajo con el que hoy Luis Castañeda intenta zafarse de la responsabilidad de Comunicore alegando que la justicia no lo encuentra responsable de una operación fraudulenta y escandalosa por la que están procesados buena parte de sus colaboradores más cercanos en la Municipalidad de Lima. Si analizamos el comportamiento del candidato García de entonces y el candidato Castañeda de hoy, estamos frente a un tipo de político que no solo no asume ninguna responsabilidad frente a los hechos que (con justicia o no) se le imputan, sino que le da lo mismo el daño moral que se hace a la sociedad cuando se pasan por agua tibia escándalos, robos, trafas y enriquecimientos ilícitos evidentes. Actúan como si no fuera su responsabilidad haber trabajado con funcionarios elegidos por ellos que terminaron robando, y, lo que es peor, están dispuestos a cargar con el sambenito de “roba pero hace obra” siempre y cuando eso no les reste votos.
Y ahí está, creo, la pregunta que debemos hacernos como ciudadanos que están ad portas de elegir nuevas autoridades: ¿por qué estamos dispuestos a seguir eligiendo autoridades que se sienten tan cómodas con la imagen que proyectan de corruptos y ladrones? ¿Por qué les permitimos a nuestros políticos pasearse como los capos de la mafia a los que todos les conocen sus crímenes pero nadie se atreve siquiera a tocarlos? Luis Castañeda hoy probablemente salga elegido con un altísimo porcentaje de votos de quienes lo consideran deshonesto y, al igual que el Alan García del 2006 (y probablemente el Alan García del 2016), no tiene ningún empacho en verse beneficiado en las urnas por ese elector desesperanzado que ya se resignó a que le roben.
Sí, pues, tenemos un electorado deprimido que siente que no tiene opciones y que, como todos le parecen unos ladrones, vota por el ladrón más eficiente. Y eso es triste. Pero mucho más dramático es esa tranquilidad con la que los políticos reciben ese voto desmoralizado. Esa comodidad con la que están dispuestos a ser elegidos por quienes los consideran unos corruptos. Ese cinismo con el que encaran una realidad espeluznante que lejos de intentar cambiarla, la afrontan con un comodísimo: “Sí, pues, choro soy... y no me compadezcan. Eso sí voten por mí”.