Una nota reciente de Ana Bazo para EC Data (El Comercio, 16/11/21) trae información bastante reveladora y representativa no solo del gobierno de Pedro Castillo, sino del creciente deterioro de un encargo que luce cada vez menos como el reconocimiento de una carrera y se asemeja más a un trance incómodo: la designación al frente de un ministerio.
Para Martín Vizcarra, Juan Carlos Tafur reseñaba algo que llamaba el ‘síndrome de la luciérnaga’: la necesidad de que “a su alrededor todo sea oscuro o gris para poder brillar en contraste” (La República, 16/02/2019). Vizcarra, ciertamente, parecía poco dispuesto a compartir reflectores, como si quisiera parafrasear el nombre de su naciente partido (Perú Primero) y se ubicara antes de cualquier cosa que pudiera ubicarlo en segunda fila.
¿Qué símil se puede ubicar para el presidente Pedro Castillo? Quizás la analogía se encuentre lejos de la entomología y aterrice, con mayor propiedad, en lo que el hablar popular resume con referencias teológicas: lo que Dios quiera.
En efecto, y con la crisis en el Ministerio de Defensa a cuestas, es evidente que recibir una cartera en esta gestión presidencial puede asemejarse a un caramelo envenedado. Si hasta hace algunos años lucir un fajín ministerial parecía una oportunidad para la conclusión de una carrera o un impulso para un camino profesional promisorio, hoy más bien parece una invitación al intenso escrutinio –a veces incómodo– de los medios de comunicación.
La nota de Bazo reporta datos que muestran la creciente precarización de las funciones ministeriales y que en el Gobierno de Castillo ha llegado a niveles que rozan la insensatez. Se cambia un ministro, en promedio, cada 11 días y no se esperaron tres semanas para experimentar la primera crisis ministerial (que involucró al breve canciller Héctor Béjar, que provenía del activismo intelectual y el quehacer académico de filiación izquierdista).
Un encargo ministerial en el aún breve plazo que lleva Castillo en la gestión parece contener, inevitablemente, un marcado voluntarismo y una férrea voluntad por dejar huella. Aunque varios nombres quizás queden en el olvido, es evidente que las anécdotas y episodios que trajeron consigo serán parte de la historia política reciente, con su subsecuente aprendizaje.
También es obvio que el Gabinete está poblado de cuotas de poder que distinguen al menos tres grupos: los paisanos (coterráneos del presidente o personas provenientes de alguna experiencia previa del hoy primer mandatario), los aliados (quienes militan en o simpatizan con los partidos que secundaron la candidatura de Castillo en segunda vuelta) y los anfitriones (allegados y afiliados de Perú Libre, el vehículo partidario que usó el mandatario). Con esas consideraciones por delante, la experiencia previa parecía ser algo menor, una consideración menuda. Si no, ¿cómo explicar que un notario dirigiera el sector Cultura?
Casi todos los que han dejado algún ministerio en la actual gestión presidencial lo han hecho envueltos en algún escándalo o hecho reprobable. De no haber sido Castillo el presidente, el nombramiento hubiera sido juzgado con mayor severidad y escrutinio. La única excepción debe ser Juan Cadillo, inexplicablemente expectorado del Minedu.
Aunque para ser ministro no se requiere más que ser peruano de nacimiento, tener ejercicio pleno de ciudadanía y haber cumplido 25 años de edad (Constitución Política, artículo 123), se suele recurrir a alguien que muestre experiencia en un sector particular. Cuando ello no se ha dado, se ha convocado a profesionales que, proviniendo de otras experiencias, tienen bagaje que aportar. No parece ser el criterio que usa, en la mayoría de los casos, el presidente Castillo. Como si la función ministerial hubiera devenido una que repercute un nulo aporte: un vano oficio.
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