Para sorpresa de muchos cándidos analistas, el Poder Legislativo viene demostrando que el título de “el peor Congreso de la historia” es renovable y al fondo siempre hay sitio.
Algunos dirán que nadie podía prever el vergonzoso desempeño del nuevo elenco parlamentario. ¿En serio? ¿Nadie?
PARA SUSCRIPTORES: El pescadito y la corriente, una crónica de Fernando Vivas sobre el Frepap
De antemano se sabía que este Congreso iba a tener poco tiempo de funcionamiento (15 meses aprox.), un período que además coincidiría en buena parte con un año electoral. Era fácil anticipar, entonces, un comportamiento cortoplacista y populista. Si le sumamos la prohibición de la reelección, se extingue el castigo electoral inmediato y se pierde la vergüenza legislativa. Por otro lado, era previsible que algunos parlamentarios optaran por capturar raudamente algunos botines. “Recuperar” su inversión, sea a través de la protección de algunas industrias donde tuvieran intereses subyacentes (universidades no licenciadas, regulación del transporte colectivo de pasajeros, o exoneración de peajes para el transporte de carga), o protegiendo su propio peculio (congelamiento de deudas financieras).
Añadamos a la receta otro ingrediente: la estrategia de los partidos políticos. Considerando el brevísimo período legislativo que estaba en juego, no resultaba racional que las organizaciones políticas enviaran sus “mejores cuadros” a la lid electoral. Si creíamos que los dirigentes políticos que ya teníamos eran malos, no era tan complicado imaginar cómo serían los suplentes.
No nos olvidemos, además, que las reglas para las elecciones del 2020 eran las mismas que las del 2016: sin democracia interna, con voto preferencial, mismos distritos electorales y su difusa representación, iguales requisitos de postulación y poca transparencia para conocer mejor a los candidatos.
Finalmente, los votantes fuimos los mismos. Lo único que cambió es que, si antes ya éramos irreflexivos al acudir a las urnas, ahora tuvimos menos tiempo y menos canales para informarnos (prohibiciones a la publicidad privada en radio y televisión).
Deliciosa mezcla para un cóctel molotov. Nos compramos todos los boletos para la rifa de un Congreso espeluznante. La pandemia del COVID-19 solo empeoró las cosas. Esto sí era imprevisible, pero las acciones y decisiones públicas no deben tomarse con base en el mejor escenario, sino en el peor.
Nunca entendí la euforia sin fundamento de quienes se alegraron con el cierre del Congreso. Mi posición entonces era minoritaria. Aun siendo consciente del penoso papel que desempeñaba el Legislativo, y admitiendo que –aunque controversial– la disolución sí era constitucional, creía –y sigo creyendo– que la cura de la disolución era peor que la enfermedad.
Los síntomas que ahora sufrimos con este nuevo Parlamento son la continuación de una enfermedad mayor. Interpelaciones a ministros por figuretismo o venganza política. Iniciativas populistas que se multiplican y son inmunes a cualquier opinión técnica. Maltrato a los funcionarios públicos que son citados. Proyectos que se aprueban de madrugada y al caballazo. Exoneración de estudio en comisión y dictámenes. Exoneración de segunda votación. Aprobación de leyes abiertamente inconstitucionales. ¿Se dan cuenta de que el problema no es exclusivo de un partido político?
¿Hay buenos congresistas ahora? Sí, me consta que hay algunos preparados y bienintencionados en más de una tienda política, pero son las excepciones que confirman la regla.
Me disculparán los optimistas, pero creer que con este Congreso íbamos a lograr la largamente truncada reforma política es como aguardar que un equipo peruano que salvó la baja gane la Copa Libertadores el año siguiente. Soñaron con un Congreso OCDE y obtuvieron un Congreso COVID-19.