La gestión presidencial de Dina Boluarte está por cumplir un mes, en medio de la expectativa por los niveles que alcance la protesta social anunciada para estos días. ¿Se llegará a los niveles de caos, destrucción y pérdida de vidas que caracterizaron el último mes del 2022? ¿O se tendrá algún nivel de manejo y contención que evite situaciones similares?
Es evidente que el malestar persiste, sobre todo en la zona sur del país, epicentro de las protestas del miércoles 4. Los 35 puntos de tránsito interrumpidos, reportados por Sutrán al final de la tarde, correspondían a Puno (21), Cusco (7), Apurímac (3), Arequipa (2) y Madre de Dios (2). Algo de ello graficaba la encuesta de América TV-Ipsos de diciembre: Boluarte recibía solo el 7% de respaldo en el sur, una cifra que se triplica a nivel nacional (21%) y casi se quintuplica en Lima (34%).
La agenda de la protesta incluye temas sobre los que Boluarte poco puede hacer. Por ejemplo, el adelanto de los comicios a algún momento del 2023, a pesar de que la fecha aprobada en primera votación corresponde a abril del 2024, o la realización de una asamblea constituyente, algo que solo recogen dos proyectos de ley en el Parlamento (los de Guido Bellido y Édgar Reymundo).
En el frente parlamentario, precisamente, el Gobierno enfrentará su primer reto el 10 de enero, cuando se debata la investidura al Gabinete liderado por Alberto Otárola. En el mes que lleva en el cargo, el Ejecutivo ha recibido más hostilidad de las bancadas de izquierda, mientras parece recostarse en las bancadas más predecibles (principalmente, APP y Fuerza Popular), que quizás lo perciban como el mal menor.
La relación con las Fuerzas Armadas, por otro lado, ha hecho que al Gobierno se le atribuya una inclinación castrense. A la asistencia de Boluarte a varios actos protocolares militares, se sumaron la implementación del estado de emergencia (y la consecuente pérdida de vidas humanas) y la aparente promoción de Otárola del Mindef a la PCM, mientras la prensa internacional mostraba dolorosas imágenes de la muerte de un ciudadano en medio de la represión en las inmediaciones del aeropuerto de Ayacucho.
Pero esta percepción podría ser prematura y parcial, si se juzga al Gobierno solamente por su acción en sus primeros días de gestión, ante uno de los momentos de mayor intranquilidad social y abierto ataque a objetivos estratégicos más sensibles (por parte de una desordenada protesta) de tiempos recientes.
El breve gobierno de Boluarte no debería perder de vista que su naturaleza es la de una bisagra, que pueda ayudar a transitar del lustro de inestabilidad que se inició con el intento de vacancia de Pedro Pablo Kuczynski, en diciembre del 2017, y concluyó con el trunco golpe de Estado de Pedro Castillo, con el pico que significó el intento de desmantelamiento del aparato estatal a un proceso electoral que abra espacio a una nueva etapa política.
Para ello, no parece una buena idea trazar una agenda ambiciosa que quiera solucionar problemas para los que el tiempo de vigencia será insuficiente. Gobernantes en situaciones similares optaron por priorizar sus acciones en torno de ejes muy acotados, (Valentín Paniagua en el 2000-2001: un ordenamiento mínimo de la casa y la organización de comicios confiables; Francisco Sagasti en el 2020-2021: el combate a la pandemia y cimentar las bases de la recuperación económica), mientras el proceso electoral seguía su curso.
Más bien, Boluarte debería moverse del voluntarismo de querer contentar a tirios y troyanos y plantear una agenda sensible que, sin dejar de gobernar, sea consciente del parteguas que vive el país. Le toca, en suma, propiciar una transición a la transición.