Los recientes sondeos de dos de las principales encuestadoras deberían ser vistos con gran alarma en el entorno presidencial. No es poca cosa el deterioro que muestran: cuatro puntos porcentuales, ubicándose en 10%, según Ipsos, y 11%, según Datum (en “Perú 21″, 12/11/2023, y El Comercio, 13/11/2023, respectivamente).
La popularidad de Dina Boluarte era ya reducida. Pero, en la práctica, ha perdido la mitad del exiguo apoyo con el que empezó. Ipsos, por ejemplo, reportaba un 21% para el inicio de la gestión de la jefa del Estado en diciembre del 2022.
Para ser más gráfico, debe decirse que Boluarte ha pasado de recibir el apoyo de uno de cada siete encuestados a una proporción más dramática: uno de cada diez. En una hipotética reunión social, puede proyectarse el titánico trabajo que le demande a una persona que apoye a la presidenta el enfrentarse a los nueve que la rechazan.
Dada esta situación, no debe extrañar que la presidenta tenga cada vez menos contacto directo con la población, y que el trato que le dispense la mandataria a la prensa sea hostil. Es entendible que prefiera estar en los aeropuertos que en los mercados.
No es una decisión que carezca de sustento. Ipsos reporta que la aprobación en tres de los cuatro bloques regionales es ya de un dígito: un 8% en el norte y centro, y un 7% en el sur. Las mujeres, además, son más severas (8%) que los hombres (12%).
Boluarte, pues, presenta aprobaciones similares a las de Alejandro Toledo, aunque careciendo de varias cosas que a él lo sostuvieron: gestión relativamente eficiente, anclaje parlamentario con suficiencia numérica y política, y cierta claridad en los objetivos que tenía la administración.
En cambio, la gestión de Boluarte parece un combinado de acciones descoordinadas, sin un eje que termine de articularlas. Algo de eso se vio en CADE Ejecutivos que concluye hoy, cuando el optimismo que mostró el primer ministro Alberto Otárola fue contrastado con pasivos que arrastra el Gobierno, como la agenda laboral heredada, que permanece intacta, o la gestión errática de Petro-Perú, por nombrar dos temas que plantearon los panelistas que acompañaron su intervención.
En gran medida, el gobierno de Boluarte termina siendo víctima de su perdurabilidad. Quizás con una agenda acotada, como la que inevitablemente planteaba un adelanto de comicios, las expectativas pudieron ser distintas y los ánimos menos severos. Pero, cuando se acerca a cumplir un año, el Gobierno es medido como una gestión estándar.
A ello se agregan los complejos problemas que la gestión gubernamental debe enfrentar: inseguridad, recesión económica, fenómeno de El Niño. El Gobierno parece haber respondido con medidas que no muestran aún resultados concretos, a pesar de lo que dicen los principales voceros gubernamentales.
Continuar por la misma senda va a hacer que el Ejecutivo siga siendo vulnerable y, en consecuencia, incapaz de generar condiciones que produzcan confianza. El tratamiento frívolo que se le da a algunos temas (por ejemplo, el permanente recurso xenófobo cuando se habla de inseguridad ciudadana) no solo va a hacer que esta sensación de desorden que favorece al crimen se extienda, sino que va a generar poco apoyo para un gobierno huérfano de respaldos.
En tal sentido, es fundamental que se tome conciencia plena de la crisis y se actúe en consecuencia. Un gobierno que, como el de Boluarte, aspira a durar hasta el 2026, debe mostrar soluciones a una población que cada vez muestra mayor desesperanza.
Un dato muy elocuente de ese desánimo es la cifra que reportaba Andrea Moncada: solo hasta junio, 415.393 peruanos han dejado el país, sin expectativa razonable de que regresen (”Americas Quarterly”, 8/11/2023). ¿Volverán?