“Estamos fregados”. Con más o menos condimentos, esta es la frase que he venido escuchando o leyendo con más frecuencia de amigos y familiares que revisaban las más recientes encuestas. Ningún candidato entusiasma. Todos decepcionan. A poco más de un mes de las elecciones, ninguno de los postulantes presidenciales supera el 12% de intención de voto. Como escribe Carlos Meléndez en el prólogo de “Minicandidatos”, “no hay roles protagónicos ni estrellas”, sino actores de reparto buscando una nueva audición en la segunda vuelta.
Nadie tiene asegurada la victoria y, peor aún, tampoco la derrota. Sin contendientes que despunten, hasta el más liliputiense de los pretendientes sueña todavía con el sillón presidencial. Y dado que ni su carisma ni sus ideas les han procurado resultados, posiblemente se aventure hacia estrategias más avezadas.
No causa sorpresa, entonces, que empiecen a proliferar las promesas más irrealizables y los discursos más nauseabundos. Regalarán Internet satelital gratis, vacunas e indultos como si fueran caramelos. Atacarán a las poblaciones más vulnerables para explotar nuestros temores más irracionales e infundados. Expulsarán a los inmigrantes y negarán derechos a los homosexuales. Condenarán en vida a las víctimas del embarazo por violación y le negarán la muerte asistida a quienes reclaman ese derecho. Insultarán a quien tengan que hacerlo, porque la podredumbre política no conoce de empacho. Se viene, pues, la etapa más fétida de la campaña electoral, y no hay mascarilla que mitigue el hedor.
Es este el momento también en que los peruanos empezamos a cobijarnos en el harapiento abrigo del ‘mal menor’. En aquella o aquel postulante que no nos convence, pero que tampoco nos repugna. Conscientes de que no podremos lograr la victoria, apostamos, humildemente, por el empate.
Pero si la amplia desafección por la oferta electoral presente muestra algo, es quizá la dificultad para discernir al mejor ‘peor es nada’. ¿Cómo predecir quién se equivocará menos en el Ejecutivo?
Con el ánimo de encontrar una solución a tan desagradable tesitura, quizá otro tipo de interrogante nos pueda ayudar a definir nuestro sufragio con un poco más de fortuna que el recurso de la moneda al aire. La nueva pregunta ya no será ‘¿qué candidato se equivocará menos?’, sino ‘¿qué candidato corregirá más?’. Esta formulación me parece un poco más realista, y pone a prueba los verdaderos dotes de estadista que todos los aspirantes pregonan poseer.
En columnas recientes he enfocado mis críticas precisamente a aquellos aspectos en los que los candidatos presidenciales exhiben mayor intransigencia. Así, cuestioné los anteojos empañados de Verónika Mendoza y la izquierda peruana que se nublan cuando tienen que condenar la dictadura cubana o venezolana. También la obstinación de Keiko Fujimori, que no admite el irresponsable y abusivo papel que tuvo su bancada entre el 2016 y el 2019, y peor aún insiste con la idea de que les robaron las últimas elecciones presidenciales (“Hubo muchas irregularidades y creo que fue un error no pedir un recuento de los votos”. “Trome”. 14/02/2021). Los 20 años de conservadurismo populista de Yonhy Lescano son –qué duda cabe– un monumento a la testarudez. Y por supuesto que es reprochable la indefinición de George Forsyth y Julio Guzmán, porque, para equivocarse, primero tienes que tomar una postura. ¿Qué se le puede exigir luego a quien flotó etéreamente en el centro de la nada?
Probablemente, los postulantes que ofrecen más ahora son quienes corrijan menos después. Los escrúpulos que les faltaron como candidatos difícilmente aparezcan si se convierten en mandatarios.
En fin, si los yerros están asegurados, tratemos de garantizar, cuando menos, las enmiendas. Porque solo peor que tener un mal presidente, es tener uno malo y terco.
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