Si en algo hay consenso en el Perú es en la necesidad de una reforma laboral. Lo dicen los economistas: hay que hacer una reforma laboral. Lo dicen los gremios: hay que hacer una reforma laboral. Lo dicen hasta los políticos: hay que hacer una reforma laboral. Muy bien. Ya escuchamos. ¿Alguien nos puede ahora decir de qué se trata esa reforma laboral?
El diagnóstico general acerca de los sobrecostos laborales es, como hemos tratado de explicar en otras ocasiones, al menos parcialmente equivocado. Sumando las gratificaciones, la CTS y otros beneficios, y dividiendo entre los 12 sueldos del año, se llega a la conclusión de que hay unos sobrecostos del orden del 50% o 60%. En otras palabras, el sueldo que usted pacta con un trabajador se verá incrementado en ese porcentaje. Pero es un cálculo incorrecto porque las gratificaciones y ahora una parte de la CTS, que se entregan en efectivo y son de libre disponibilidad, entran implícitamente en el cálculo cuando uno acepta trabajar por un sueldo determinado. No son ningún sobrecosto.
El problema de la legislación laboral, lo que de verdad requiere una reforma, está en los beneficios no pecuniarios: el seguro de salud, los treinta días de vacaciones, etc. Cosas que no pueden compensarse con una reducción del sueldo, en caso de que el trabajador no las valore tanto como le cuestan a la empresa. Dicha reducción, para no incrementar los costos de la empresa, tendría que ser mayor de lo que el trabajador estaría dispuesto a aceptar.
Y aquí nos encontramos con una paradoja. Queremos una reforma laboral para acabar con tanta informalidad y que todos los trabajadores puedan gozar de los llamados derechos laborales. Pero son esos mismos derechos laborales los que crean el problema, los que elevan el costo de la legalidad y empujan a buena parte de las empresas y trabajadores a contratar al margen de la ley. Parecería que en el Perú –quizá no en Suiza, pero sí en el Perú– tenemos que optar entre la formalidad y los derechos laborales.
Puestos a escoger, preferimos la formalidad porque protege los derechos que verdaderamente importan: que uno pueda ir al juez a pedir que se pague lo acordado o que se cumpla, en general, cualquier promesa hecha entre las partes, como la entrega de un carro al alcanzarse determinada posición o la devolución de un préstamo de estudios.
Hay, por supuesto, otras cosas que reformar, aparte de eliminar o reducir al ‘minimum minimorum’ los “derechos laborales”. Mucho se ganaría si se viera la relación laboral como lo que, en el fondo, es: una relación contractual entre empleado y empleador; una relación de largo plazo idealmente y con muchas otras aristas que el simple acuerdo monetario –como son, por lo demás, infinidad de relaciones contractuales–, pero una relación contractual al fin y al cabo.
Y una de las cosas que sucede con las relaciones contractuales es que eventualmente se terminan. Se terminan, en particular, cuando dejan de ser mutuamente satisfactorias o pierden su razón de ser. Los contratos prevén esas situaciones y las maneras de compensar a la parte que ve frustradas sus expectativas de continuidad. Eso es todo lo que la ley debería cuidar. Pero ¿por qué tiene que regular las causales de despido, cuando no regula simétricamente las “causales de renuncia”, la cual también puede infligirle un daño al empleador?