Vistas desde Lima, las elecciones del domingo tuvieron su cuota de suspenso y hasta de entretenimiento por la definición de las alcaldías provincial y distritales. Las apuestas se centraron alrededor de cuán lejos quedaba Susana Villarán y quién sería el alcalde de nuestro barrio.
Pero lo que ha quedado después de conocidos los resultados nacionales no tiene nada de gracioso. El panorama político de nuevas autoridades es muy desalentador. Es fácil presagiar que las condiciones institucionales para soportar un desarrollo económico sostenido seguirán debilitadas.
En primer lugar, porque la idea de organizar la participación ciudadana y el intercambio de ideas alrededor de partidos políticos nacionales se ha vuelto un sueño. No es que extrañemos las malas artes de los políticos mañosos, pero sí la cuota de representación nacional y aglutinamiento de propuestas que los partidos serios podrían aportar.
Los partidos de antes han desaparecido y lo que sigue emergiendo es una constelación de movimientos dispersos de caudillos regionales o personajes fantásticos que manejarán su pedazo de poder a su antojo o, como ya se ha vuelto conocido, para su provecho. Difícil desplegar cualquier esfuerzo articulado de inversión pública o privada en cada provincia y región del país. Esto se seguirá reflejando en el exiguo cumplimiento de los presupuestos de inversión y en el desaliento a los grandes proyectos de las empresas.
En segundo término, porque la necesaria reingeniería del fallido modelo de descentralización seguirá siendo harto inviable. No solo por lo que cada autoridad de provincia quiera hacer por su cuenta, sino porque la multiplicidad de interlocutores con agendas disímiles limitará negociaciones, acuerdos y planes de acción. Sería fantástico que tres o cuatro agrupaciones nacionales pudieran consolidar a la mayor parte de las autoridades para facilitar estos cambios.
Finalmente, porque nuestros sistemas de filtro y control no tienen ninguna capacidad de purgar la participación de candidatos presos, acusados, con antecedentes delictivos, integrantes de grupos mafiosos que llegan al poder para enriquecerse y cebar a sus cómplices con los dineros del Estado.
En los años de la bonanza minera todos estos descalabros pasaban debajo del radar porque sobraba la plata. En las épocas de vacas flacas que ahora se viven y se vienen, se notará con creces que esta dimensión institucional de nuestro país está herida de muerte y que “la política” difícilmente podrá marchar separada de la economía.
Ni el Estado podrá ejercer cabalmente su capacidad de controlar el territorio, ni los tecnócratas desde Lima podrán empujar la ejecución de la inversión pública, ni las grandes empresas podrán llevar adelante con fluidez sus inversiones importantes.
Lamentablemente no existe por ahora ningún atisbo de remedio. El nacionalismo ya está de salida y a lo mejor que puede aspirar es a que no se le desarme el muñeco en los meses que le quedan de vida. Que el fustán aguante y que la faja no ceda.
La fuerza política para llevar adelante las reformas legislativas e institucionales que modifiquen hacia el futuro la manera como nos elegimos, representamos y encausamos la participación ciudadana no existe en este gobierno y en este Congreso.
Una pena. Hace rato que la tarea macroeconómica la tenemos razonablemente cumplida, seguramente porque es la más fácil de realizar desde el gobierno central. La reforma política necesita una coreografía infinitamente más compleja de personas e intereses. A juzgar por el ‘casting’ nacional que acabamos de completar, esa puesta en escena se ve por ahora color de hormiga.