Bajo ese encabezado, ocho columnistas del “The New York Times” publicaron la semana pasada artículos en los que reconocían predicciones erradas y malos consejos. Entre los más notables, el Premio Nobel de Economía, Paul Krugman, admite que se equivocó sobre la magnitud de la inflación que surgiría tras el paquete de rescate que el gobierno demócrata pasó como respuesta a los efectos de la pandemia. Thomas Friedman, trotamundos (y famoso por alimentar sus columnas con diálogos que mantiene, sobre todo, con taxistas), concede que se adelantó al anticipar una mayor libertad de expresión en China.
Personalmente, vengo interviniendo en medios como analista político hace aproximadamente tres años, y debo reconocer que mi principal némesis, mi Waterloo (o Huamachuco, mejor), ha sido el Congreso. No es por poner una excusa, pero interpelar la realidad política (ya ni siquiera hablar de intentar predecirla) es un deporte de aventura. Y he reconocido antes que siempre es bueno ejercer algo de ‘pundit accountability’, o rendición de cuentas.
Empecé a escribir una columna semanal en este Diario en los primeros días del agitado noviembre del 2020, hace casi dos años (tenía ya una decena de artículos publicados esporádicamente en años previos). Las casi 100 columnas publicadas hasta ahora han tenido que responder a la volatilidad de la escena política (los últimos días de Vizcarra, su vacancia, la erupción de las calles, la caída de Merino, la transición de Sagasti, la campaña electoral del 2021, la improbable elección de Pedro Castillo y la rápida descomposición de su gobierno).
Ante el ritmo vertiginoso de los acontecimientos, muchas veces he caído, debo reconocerlo, en la crítica que le hacía Vigil a los editoriales del ficticio “La República” en “La Guerra de Galio”, genial novela de Héctor Aguilar Camín: “un templo de indefinición, banalidad equilibrista y, en el fondo, omisión del punto de vista para evitar comprometerse”.
De cierta forma, esa precaución ha evitado que cometa groseros errores, tanto como ser consciente de que la inestabilidad de la política peruana hace imposible predecir su rumbo en un horizonte superior a los siete días (y eso).
Pero en el terreno que sin duda he sido más proclive al traspié, ha sido a la hora de tratar de entender o predecir el comportamiento del Congreso. La mañana del día en que Pedro Cateriano se dirigió a la Plaza Bolívar en busca del voto de investidura fui entrevistado en la radio (era muy temprano, antes del amanecer) y sugerí que lo que venía sería una guerra de baja intensidad entre el Ejecutivo y Legislativo. Horas después, el Parlamento le negaba la confianza a Cateriano (la primera vez que algo así sucedía desde que la actual Constitución está vigente) dejando en claro (y anticipando) que la conflagración sería, en realidad, a muerte.
Antes, tras las elecciones extraordinarias que dieron origen al Congreso 2020-2021, había asegurado que el principal ganador del proceso era Martín Vizcarra, porque en lo que quedaba de su gobierno enfrentaría un Parlamento fragmentado y atomizado, donde la primera mayoría tenía apenas 25 curules. Ya sabemos lo que ocurrió pocos meses después.
Lo más sorprendente, en una tendencia al quiebre que solo se ha acentuado (como anotaba Milagros Campos, es la primera vez que hay 13 grupos parlamentarios con 130 congresistas y, desde el 2001, el promedio de congresistas que abandonaron su grupo parlamentario fue de 27%, cifra que ya se alcanzó en solo un año), es la capacidad que tienen para ponerse de acuerdo en algunas votaciones, algo difícil de anticipar por cualquier teoría de acción colectiva. Desde la elección de magistrados al Tribunal Constitucional hasta proyectos de ley aprobados por más de 100 votos, el consenso es posible. Aunque, al parecer, solo para ciertas cosas.