A solo una semana de haber iniciado su mandato, la presidenta Dina Boluarte enfrenta severas presiones por la intensa conflictividad social desbordada que seguramente mostrarán una presidencia desgastada en la primera encuesta que pregunte por su aprobación. Si Pedro Castillo no tuvo luna de miel, lo que Boluarte enfrenta son las consecuencias de una relación jaloneada por añejos pendientes que ya se habían visto en las elecciones del 2021, origen del momento actual, entre el Ejecutivo y el Legislativo.
¿Cómo proceder en una circunstancia tan compleja como la actual? Por lo pronto, deben evitarse los vacíos, que son llenados por la oposición informal con estridencia, violencia e intransigencia. Boluarte se tomó 72 horas para nominar a su Gabinete, mientras la protesta crecía y monopolizaba el protagonismo discursivo.
Parte fundamental en el momento actual es ejercer la autoridad, basada en el monopolio de la represión que todo Estado contemporáneo posee. En ese sentido, la aplicación del estado de emergencia a nivel nacional es una decisión acertada. Lamentablemente, el modo en que la turba de las minorías activa impone decisiones –con sus consecuentes y lamentables costos humanos, sociales, económicos y hasta emocionales– en todo el territorio peruano obliga a tomar decisiones así de dramáticas.
También es necesario que el régimen tenga una vocería unificada que transmita los que serán los mensajes ejes de la transición que Boluarte lidera. La propia Boluarte ha cometido en este frente dos errores mayúsculos que ojalá se atenúen o corrijan en un futuro no tan lejano: las idas y venidas en torno a la duración de su mandato –un regateo público que la debilita– y la nominación de un primer ministro que en sus primeras apariciones no ha demostrado la sensibilidad ni el peso que enriquezcan la gestión de la presidenta.
La vocería, en cualquier caso, tendría que administrar los mensajes que deberían marcar el norte de la transición, algo para lo que tendrán que tenderse puentes a los actores políticos y ciudadanos que empiezan a empujar sus diversas agendas (un tema sobre el cual plantear posición, por ejemplo, es el referido a las reformas. ¿Es el momento para reformas ambiciosas o se requieren, más bien, cambios acotados que garanticen una participación lo más amplia posible y resultados incuestionables?). El cambio de año puede ser la ocasión para pasar de la retórica que tiene como eje al pueblo a una que se acerque, de manera inclusiva, a la ciudadanía en su conjunto.
En ello será fundamental no repetir las contradictorias apariciones públicas de Boluarte, que pasó de aspirar a completar el ciclo presidencial a abrir un espacio para el adelanto de los comicios al 2024, para luego anunciar que se presentaría un proyecto de ley en tal sentido y, finalmente, no descartar que las elecciones puedan tener lugar en el 2023. Todo en menos de una semana.
Lo que le toca a Boluarte es, pues, algo que demanda gran arte en una estructura que tiene características que dos politólogos reseñan con precisión: la carencia de políticos (Rodrigo Barrenechea, El Comercio, 11/12/2022) y el éxito de la izquierda en establecer agendas, a pesar del reciente “gobierno improvisado, desastroso y corrupto” (Carlos Meléndez, “Gestión”, 14/12/2022) y de haber representado menos de un sexto del electorado (16,5%, si se suman las votaciones de Pedro Castillo y Verónika Mendoza en abril del 2021) en la elección presidencial más reciente.
Lo que ha mostrado Boluarte en sus primeros días de mandato genera más preocupación que optimismo. Pero es fundamental no perder de vista que el fracaso de su gobierno significaría prolongar la incertidumbre en un momento en que el país enfrenta serios desafíos dentro y fuera de sus fronteras.