En estas líneas nos referiremos al discurso presidencial de este lunes. Como comentábamos la semana pasada respecto a los discursos de Fiestas Patrias, lo ideal resulta que estos sean lo más enumerativos (rendidores de cuentas) y aburridos (respetuosos del orden y la institucionalidad) que fuera posible. En el pasado –recordemos– demasiados discursos estentóreos, que nos ofrecieron futuros diferentes o etapas de crecimiento sostenido, tuvieron como núcleo un estado hiperpoderoso y como consecuencia gradual… solo atraso, corrupción, mercantilismo y subdesarrollo. Así llegamos a tener la hiperinflación más larga de la historia del hemisferio occidental y a convertirnos a fines de los ochenta en el africano de Sudamérica (estatus actualmente ocupado por el paraje boliviano).
A pesar –seguramente– de las buenas intenciones de la gente en el gobierno, el discurso del lunes fue uno opaco y poco lúcido. Ofreció acciones que pueden ilusionar a algunos pero que –otra vez– grafican lo fácilmente que perdemos el tiempo y las oportunidades. Es cierto, estimado lector. El discurso trató de reactivar la economía nacional con mayor gasto público. Gasto muy popular dado que implica desembolsos para salud, educación, subsidio a la vivienda y aumentos salariales. El problema aquí trasciende la incierta escala del déficit fiscal que despertaría cumplir realmente con los ofrecimientos. El asunto de fondo implica creer que inflando el gasto se compensaría el efecto enfriador de exportaciones e inversión privada en picada. Esto además de obviar el efecto ensanchador de la ya pronunciadamente deficitaria brecha externa (y de plantear gastar más justo cuando las exportaciones se caen y los influjos de capitales externos en la cuenta financiera también se enfrían).
Es probable que el efecto reactivador resulte magro –sino acaso sobrepasado por los riesgos externos que planteaba el Banco Central de Reserva en su último reporte de la inflación–. En buen español, muy estimado lector, resulta previsible que la receta no funcione y que –en lugar de tomar acciones lúcidas en el área de agresivas reformas de mercado– estemos esperanzándonos en gastar pólvoras en gallinazos.
Otro detalle que hace que el discurso no parezca de lunes se descubre cuando nos ofrecen diversificación productiva por decreto. El desarrollo diversificado de ofertas competitivas en todos los sectores y regiones del país es usualmente un fenómeno de mercado. No proviene de ningún iluminado cambio legal. A menos que lo que haga este sea solo posibilitar que los mercados funcionen libremente. Pero nada nos permite concluir que este sería el caso. La mera visión de que algún iluminado burócrata decida cómo se distribuyen las reglas y los subsidios para diversificar productivamente un país debe ponernos la piel de gallina y lamentablemente puede despertar la inmediata salivación de algún beneficiado.
Veo un discurso parecido a los de antaño. Un Estado salvador que hasta se ocupa de la educación pública. Que ofrece gastar 4.000 millones de soles tratando de cerrar la brecha de infraestructura educacional –omitiendo que cualquier comparación respecto a cuánto gasta una nación desarrollada en proveer educación primaria, secundaria o terciaria implica montos hasta veinte veces mayores– involucra obviar un punto clave: tal es nuestro déficit educativo que la tarea de remontarlo descubre mayoritariamente esfuerzos privados.
Esperanzarse en gastar presupuestos estatales solo esconde perpetuar el atraso y el abrumador ambiente laboral, competitivo e institucional que hoy nos caracteriza. Por todo esto el discurso dejó poco (el célebre: pudo ser mucho peor) o solo configuró más de lo mismo. Tiempo perdido.