Recientemente el Gobierno ha introducido un enésimo régimen laboral. Esta vez dizque para posibilitar un mayor número de empleos formales para jóvenes (individuos de 18 a 25 años). Más allá de la arbitrariedad de rotular como jóvenes solo a personas de esa edad, los burócratas nos sugieren que este régimen combatiría la informalidad.
Esta iniciativa ha desatado iras. Al hacerlo, ha dejado al descubierto puntos de vista tan populares, cándidos y cargados de ideología como insensibilizados respecto de la suerte de millones de jóvenes y “viejos”. Para entender este asunto, observemos el mercado de trabajo peruano. En este, nuestra fuerza laboral (17 millones de compatriotas) se enfrenta a tasas de desempleo tan abultadas que la burocracia peruana tiene que embellecer nuestra aciaga realidad.
Para ello, en los últimos años, usa definiciones más que generosas de empleo adecuado (como para sostener que casi diez millones de peruanos tendrían un empleo adecuado) y descompone el aún voluminoso desempleo resultante (alrededor del 48% de la PEA) entre desempleo abierto (40%) y el difuso ‘empleo inadecuado’ o ‘subempleo’ (8%). Sin embargo, la diferencia entre desempleo adecuado y empleo inadecuado no existe.
Retoques estadísticos afuera, sería bueno que reconozcamos que vivimos en una sociedad explosiva, en la que la mayoría no ha tenido, no tiene y –previsiblemente– no tendrá un empleo adecuado en su vida laboral.
A grandes rasgos, existen dos segmentos: el de la población educada o calificada (segmento minoritario) y el de la que no lo es (mayoritario). En el segundo, los salarios (las productividades) resultan de subsistencia. Un problema adicional aquí implica que –como en el resto del globo– la demanda laboral por calificados es creciente y la de no calificados decreciente. Así, la mayoría –jóvenes y viejos pobremente calificados– no accede a un empleo formal. A este infierno laboral y social lo llamamos informalidad laboral.
Frente a este cuadro, aquellos que sostienen que el nuevo régimen implica un abuso (porque les quitaría beneficios sociales a los jóvenes) no han razonado mucho. Olvidan –o no quieren ver– algo elemental: cuando no hay empleos formales, no hay beneficios sociales. La suerte de los trabajadores no calificados que se encuentran en la informalidad (y que podrían acceder a este régimen) parece importarles poco. Por otro lado, aquellos otros que, desde el gobierno, creen que este nuevo régimen resolverá el problema laboral peruano tampoco habrían pensado mucho. Solo están maquillando a un muerto. Mientras la educación pública peruana sea tan deficiente, las inversiones se traben como regla y el propio Estado castigue la creación de puestos de trabajo (con cargas populares e ilusas), el cadáver laboral peruano –parafraseando a César Vallejo–, ay, seguirá muriendo.