En su columna del sábado pasado, Gonzalo Zegarra retomó el debate sobre la presunta fortaleza del gobierno de Pedro Castillo y volvió a cuestionar la idea de que se trata, en realidad, de un gobierno políticamente débil. Creo que lo primero que habría que hacer es establecer qué diferencia a un gobierno débil de uno fuerte y, con eso presente, ver de qué lado está más cerca el gobierno actual. Como ya adelanté en una columna anterior, sigo pensando que se trata de un gobierno débil (pero no inocuo), y que en gran medida las consecuencias negativas que vivimos son también responsabilidad de un pobre control político por parte de una oposición carente de liderazgo y estrategia.
Lo primero, entonces, es ponernos de acuerdo en torno a lo que significa que un gobierno sea fuerte o débil. Desde las muchas formas en que se ha estudiado el tema de “fortaleza estatal”, por ejemplo, o los sistemas de partidos en las ciencias políticas, sugiero algunos elementos para determinar si un gobierno democrático en particular es fuerte o no (no incluyo autoritarismos, porque ahí habría que incorporar otras variables. Y creo que, a pesar de todas las críticas y alertas por la incompetencia, corrupción y falta de transparencia del gobierno, nos encontramos aún dentro de la categoría de régimen democrático).
Un gobierno fuerte, especialmente en un sistema presidencialista, sería uno con mayoría en el Congreso. Como argumentan en un reciente artículo De Micheli, Sánchez-Gomez y Ken Roberts, muchos presidentes en América Latina suelen gobernar con coaliciones multipartidarias e ideológicamente heterogéneas sobre la base de pactos precarios que, ante crisis, escándalos o protestas masivas, son puestas a prueba. En más de una ocasión reciente, esas coaliciones no han resistido y han terminado con la destitución del presidente.
Un gobierno fuerte probablemente sea un gobierno popular ante la opinión pública, dotado de legitimidad por las encuestas y envalentonado por altos dígitos de aprobación. A pesar de un discurso populista y polarizador, lo único que ha hecho este Gobierno desde que llegó al poder ha sido perder apoyo y, de manera más significativa, entre los segmentos que supuestamente dice mejor representar.
Un gobierno fuerte debería ser capaz también de convertir en realidad lo que prometió en campaña. Para nuestra suerte, la serie de barbaridades que se publicaron en el ideario original de Vladimir Cerrón y propuestas vacías como la asamblea constituyente no han ido a ningún lado, y muchos incluso se preguntan qué tipo de políticas son representativas de un gobierno que más se ha dedicado a retroceder en algunas reformas críticas que en proponer medidas concretas.
Finalmente, creo que es razonable argumentar que un gobierno fuerte debería ser estable. El gobierno de Castillo va por su cuarto Gabinete en menos de ocho meses, y ha visto caer a un número importante de ministros y funcionarios públicos gracias, sobre todo, a la presión de la opinión pública y los medios de comunicación.
Lo que nos lleva, en realidad, a que más que un gobierno fuerte, que va a enfrentar su segunda moción de vacancia en menos de un año, se trata de un gobierno al que la oposición le ha permitido ir más lejos de lo que debería, en especial en lo que se refiere a nombramientos cuestionados. De una oposición que, en menos de siete días, le da la confianza a un Gabinete Ministerial con 64 votos y luego admite a debate una moción de vacancia con 76 votos.
No será fuerte, pero tampoco es inocuo. Hay un riesgo y unos reflejos autoritarios en materias como libertad de prensa, lucha contra la corrupción, gestión de los recursos públicos e institucionalidad de las fuerzas armadas y policiales, que la Plataforma Vigilantes ha designado como alerta muy grave y que explican también la fuerte crisis política que vivimos en estos días.
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