A riesgo de sobresimplificar, la discusión sobre la reforma total o parcial de la Constitución de 1993 puede dividirse en cuatro ejes.
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A riesgo de sobresimplificar, la discusión sobre la reforma total o parcial de la Constitución de 1993 puede dividirse en cuatro ejes.
Los primeros son aquellos asuntos que fervientemente se quieren cambiar en la Constitución, pero que no están ahí. Por ejemplo, de acuerdo con una reciente encuesta de Datum, poco más de la mitad de las personas estaría de acuerdo en cambiar la actual Constitución. Sin embargo, la mitad de quienes querían una nueva Carta Magna la reclamaban para imponer mayores castigos a los corruptos y a los delincuentes –cuestiones normalmente ajenas al ordenamiento constitucional–.
Los segundos son los temas que sí están en la Constitución, pero no muchos han reparado en ello, y por eso se pide que se modifique el texto para incluirlos. Sobre salud y educación, la Constitución ya incluye, por ejemplo, la responsabilidad del Estado en “facilitar a todos el acceso equitativo a los servicios de salud”, y en “asegurar que nadie se vea impedido de recibir educación adecuada por razón de su situación económica”. El documento demanda también “el derecho universal y progresivo de toda persona a la seguridad social”, el derecho al trabajo –que debe ser de “objeto de atención prioritaria del Estado”–, la libertad sindical, y el apoyo preferente al desarrollo agrario. Para los más interesados en asuntos medioambientales, la Constitución “promueve el uso sostenible de [los] recursos naturales”, y obliga al Estado a “promover la conservación de la diversidad biológica”. Para los interesados en asuntos de competencia, el Estado “combate toda práctica que la limite y el abuso de posiciones dominantes o monopólicas”. Se puede decir todo esto más fuerte, pero no más claro.
Como resulta obvio, el problema con estos asuntos –que sí están en el texto constitucional pero que en ocasiones pareciera que no– es que simplemente ponerlos en un papel con el título “Constitución” no los hace aparecer en la práctica. “Garantizar el derecho” a la salud, educación, trabajo y otros son solo palabras vacías si no se acompañan de un Estado funcional y eficiente que las pueda hacer realidad. Pero eso demanda mucho más esfuerzo que simplemente volver a decir lo mismo con otras palabras.
El tercer tipo de asuntos son aquellos económicos que están en la Constitución por un buen motivo, y cuya modificación pondría en riesgo los cimientos del sistema de desarrollo nacional de las últimas décadas. El derecho a la propiedad, la libertad de iniciativa privada, el rol subsidiario del Estado, la independencia del Banco Central de Reserva, entre otras provisiones elementales y casi de sentido común, son líneas rojas.
Finalmente, el cuarto y último grupo de asuntos de reforma constitucional son aquellos que sí deberían revisarse, y eventualmente modificarse, dentro de las propias reglas internas de cambio que la Constitucional contempla. Estas bien podrían estar referidas a mejoras en el sistema de representatividad política. La introducción de un Senado, o por lo menos la reducción de los distritos electorales, son puntos de partida para discutir. Reformas constitucionales incluso más ambiciosas podrían incluir una nueva concepción del proceso de descentralización, cuyos resultados han estado por debajo de lo esperado. La pregunta aquí, y que se hace muchísimo más relevante si se tratase de una modificación integral, es si confiamos en quienes redactarían el nuevo texto.
El debate sobre la reforma constitucional, pues, no se puede dar en abstracto. De entrada, lo mínimo que se puede pedir de él es que se identifique con algún nivel de precisión qué problemas reales son consecuencia del actual texto, y qué artículos faltan –o sobran– para resolverlos. Si no podemos ni empezar con eso, algunas alarmas deberían ya saltar.
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