Keiko Fujimori, seguramente, no pronosticaba estar tan detrás de Pedro Castillo en la segunda vuelta. Por el contrario, en sus cálculos más optimistas, Castillo o un sucedáneo de la izquierda radical era el opositor más fácil de vencer. Sin embargo, todas las encuestas de la última semana la ubican bastante rezagada en las preferencias electorales. En la más reciente, de IEP, el candidato de Perú Libre prácticamente duplica la intención de voto de Fujimori (41,5% versus 21,5%) a nivel nacional.
A estas alturas, en la carpa naranja, ya debieron darse cuenta de qué cosas no les ha funcionado. Poco les suman los respaldos unilaterales ni aunque provengan de sus otrora archienemigos, se apelliden Vargas Llosa o se llamen Kenji. No son endosos naturales ni orgánicos. Como decíamos la semana pasada, los cheques en blanco no son suficiente aval.
Tampoco es eficaz, en esta etapa, el miedo al rival. Castillo, ciertamente, representa un peligro para la democracia y los derechos humanos. Y una mirada generosa a su “plan de gobierno” pronostica nada menos que un desenlace desastroso en el combate a la pandemia y la reducción de la pobreza. Pero la camisa del otro solo se ve sucia si la propia no está tan percudida. Es como si Freddy Krueger nos advirtiera de los peligros de comprar un muñeco de Chucky. Y ese lema de campaña “o nos unimos o nos hundimos” ya se lo escuchó la rana al escorpión.
La convocatoria de Keiko a la unión nacional suena, actualmente, tan vacía como sus ofrecimientos de defender la democracia o la libertad de prensa. Porque difícilmente genera confianza alguien que ha hecho poco o nada por recuperarla. Para ponerlo en los códigos religiosos que muchos de sus adláteres proclaman: no se puede saltar mágicamente del pecado a la absolución. Sin un examen de conciencia ni propósito de enmienda, Fujimori se dirige a una tercera consecutiva penitencia en las urnas.
Sin cambios ni gestos más tangibles, cualquier endoso o compromiso seguirán sonando fingidos. Cierto es que muchos comicios se resuelven en las dos últimas semanas, pero mientras más tiempo transcurra sin evidenciar arrepentimientos reales y garantías concretas de respeto a los pilares básicos de un Estado de derecho, las estrategias del partido naranja serán percibidas como desesperadas.
¿Puede recobrar el beneficio de la duda en materia de libertad de prensa? Es un camino cuesta arriba que no se recorre con entrevistas cariñosas en Willax ni con portadas zalameras en Expreso. ¿Es creíble que Keiko no entorpecerá desde el Ejecutivo la labor de la fiscalía? Primero tendría que dejar de disputar lo innegable a estas alturas (recepción de dinero de Odebrecht y otras empresas) y detener las maniobras legales que buscan amedrentar o sacar del camino al equipo especial Lava Jato. ¿En verdad es convincente que no buscará acaparar otros poderes del Estado? Sería imperioso, entonces, que ceda cuotas de poder en su gobierno a otros partidos políticos y personajes ajenos a su entorno, que sirvan como una suerte de auditores internos.
A diferencia de Castillo, quien puede aprovechar el antecedente de moderación de Ollanta Humala y su relativa bisoñez en la política, la palabra de Fujimori está muy devaluada, y requiere de garantías mucho más fuertes que las que ha venido regateando hasta ahora.
Ninguna suspicacia sobre Fujimori convierte a su contendiente en un personaje creíble, por supuesto, pero probablemente el electorado prefiera exponerse a que le mientan por primera vez, antes que a la reincidencia.
Keiko, antes de derrotar a Castillo, tiene que superarse a sí misma, y ensayar algo a lo que no está acostumbrada, la verdad.
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