Hay un motivo por el que muchos problemas nacionales no se han resuelto a pesar de décadas de esfuerzo: porque son difíciles. La informalidad, las brechas sociales, la corrupción, la baja productividad, la ineficiencia del Estado, y varios otros, son asuntos complejos, con decenas de aristas y sin una bala de plata que pueda solucionar alguno de golpe. A nadie se le ocurriría, por ejemplo, que se pueda resolver la baja productividad o la informalidad simplemente con una ley que las prohíba.
Y, sin embargo, de un tiempo a esta parte parecemos empeñados en hacer política así, en fácil. ¿No nos gusta que las medicinas puedan subir de precio? Simple: lo prohibimos. ¿Algunas personas van a tener problemas para pagar créditos, la luz o el teléfono? Que nadie pague. ¿Preferiríamos que no hubiera despidos en tiempos de crisis? Faltaba más, lo prohibimos también. ¿Va a haber un desempleo masivo? Fácil: creamos un millón de empleos con dinero de los contribuyentes. Y así sucesivamente.
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Pero en políticas públicas las soluciones directas –intuitivas– rara vez cumplen su objetivo. De hecho, si la respuesta fuera simple, lo más probable es que, para empezar, el problema complejo no hubiera aparecido. Más bien, iniciativas de este tipo suelen agravar la situación antes de mejorarla. Prohibir el despido de algunos generará para ciertas empresas el quiebre y el despido de todos. Intervenciones en el mercado financiero para ayudar al repago de créditos podrían ocasionar que desaparezcan las oportunidades de financiamiento para quienes más lo necesitan. En medicinas sucede algo similar. La lección general es que los controles y regulaciones improvisados desaparecen el mismo bien o servicio que querían poner en manos de la gente. Ha sucedido una y otra vez, pero la manera en la que opera el mercado no es obvia a primera vista, y por eso se ensaya de nuevo lo que no funciona.
Ciertamente, que las regulaciones sean improvisadas no les quita que puedan ser bienintencionadas. Más allá de la cosecha de aplausos, muchos políticos esperan sinceramente ayudar así a la población. El problema surge porque algunos se adjudican no solo la solución (sincera pero equivocada), sino también el monopolio de las buenas intenciones. En ese espíritu, cualquier ajeno que pueda advertir sobre las desventajas de la idea en cuestión es inmediatamente sospechoso de complot en contra de los intereses de la mayoría. Los buenos y honestos –piensan ellos– solo pueden estar de un lado de la orilla: del suyo. Si el resto de profesionales no actúa de buena fe, sino solo motivado por intereses particulares –va el argumento– no vale la pena siquiera escucharlos. Ningún ‘expertise’ técnico puede reemplazar las buenas intenciones. Y en esto último tendrían razón.
¿Cómo así los supuestos técnicos permitieron que las causas nobles –reducción de la pobreza, provisión de servicios básicos, mejores salarios para la mayoría, etc.– formen parte de los argumentos solo del otro lado? Si todos al final queremos más o menos lo mismo, ¿por qué solo algunos pueden levantar las banderas más populares y queridas? En otras palabras, ¿cómo se perdió el monopolio de las buenas intenciones? La respuesta, también, es compleja –y no exclusiva del Perú–, pero pasa sin duda por la falta de empatía al momento de comunicar. Mientras unos hablan de justicia y salud universal, los otros hablan de eficiencia y productividad –conceptos abstractos que, para los más escépticos, suenan en el fondo a formas de disfrazar ‘lobbies’ y mercantilismo–.
Así como técnicamente no se le puede poner una aparente solución fácil a un problema complejo, políticamente es difícil ponerle una solución compleja a un problema aparentemente fácil. En la medida en que no podamos arreglar el divorcio entre el lenguaje técnico y el político, basado en una mutua desconfianza, el barco seguirá a la deriva.