La reciente entrevista brindada por la presidenta de la República, Dina Boluarte, a Ricardo León (El Comercio, 7/5/2023) ha abierto un tema que seguramente no se calmará tan fácilmente, y permanecerá como un problema latente: la relación del Gobierno con las Fuerzas Armadas y policiales.
Más importante, lo dicho evidencia un rasgo del comportamiento público de la actual jefa del Estado que su entorno debería revisar, y que trasciende a su relación con las fuerzas del orden: su errático rumbo cuando se enfrenta a los medios de comunicación. No en vano, en sus algo más de cinco meses en el cargo, Boluarte ha tenido que corregirse o matizar sus intervenciones de manera reiterada.
Este aspecto es entendible en alguien que no ha estado expuesta a los medios antes del sorpresivo giro que tomó su vida pública hace tan solo dos años –como se recuerda, a partir de la primera vuelta del 2021 y sus encargos antes, durante y después de la gestión de Pedro Castillo–, pero esto también es problemático.
Las declaraciones de Boluarte, que han levantado polvareda, podrían resultar extrañas si se constata su aparente cercanía con las fuerzas del orden. De hecho, algunos de sus críticos se han referido al suyo como un “gobierno cívico-militar”. “Yo puedo ser la jefa suprema de las Fuerzas Armadas, pero no tengo comando, los protocolos los deciden ellos”, aseguró la presidenta.
Lo dicho por Boluarte tiene lugar luego de que se difundieran dos informes, uno más riguroso que el otro –¿debía la CIDH decir que el “modelo extractivista” de la economía peruana “no ha contribuido a reducir significativamente la desigualdad”?–, aunque ambos le atribuyen serias responsabilidades a la administración de Boluarte.
El uso de términos como ‘masacre’ o ‘ejecuciones extrajudiciales’ debe de haber asustado a la mandataria. Fueron quizás las consideraciones judiciales las que la empujaron a decir algo que parece una lavada de manos. No es casual que la tarde del lunes 8 se hayan sostenido reuniones con los altos mandos militares, tal vez intentando poner paños fríos a la situación.
Pero, al margen de los informes, el inmenso e innegable pasivo que tiene hoy el Ejecutivo por las decenas de muertes en las protestas persistirá. Resulta escandaloso que las cosas se sigan dejando solamente a las esferas fiscal y judicial, como si no existieran algunos recursos políticos que grafiquen la necesaria preocupación por las vidas que faltan.
Ante una situación compleja –la necesidad de restablecer el orden ante turbas que distaron, en determinadas circunstancias, de ser romantizadas como si estuvieran compuestas por manifestantes pacíficos– se ha dado una situación lamentable: la muerte de conciudadanos, algunos en enfrentamientos abiertos, otros como víctimas circunstanciales de excesos, sin que exista una razón, con negligencia e insensibilidad.
En medio de la situación de convulsión social más compleja en años recientes, se tiene una presidencia con un manejo público fallido. Boluarte ha demostrado reiteradamente no ser la mejor vocera de su administración, una circunstancia complicada para un país que suele relacionar la realidad política vigente a la figura presidencial. Si –como todo parece indicar– su gobierno se extenderá hasta julio del 2026, seguramente no será la última vez que enfrente situaciones similares.
Una mandataria que requiere traducción permanente prolonga el desbarajuste, un lujo que no puede darse en su aún breve encargo. Mientras el timón parece estar en otras manos, la gestión de Boluarte recuerda a los desconcertados personajes de aquella película de Sofía Coppola de inicios del actual milenio, cuyo título encabeza esta columna. Una circunstancia poco afortunada para el trienio que se tiene por delante.