Nadie sabe, realmente, por qué al Perú le ha ido como le ha ido. Las causas del desastre que vive hoy el país son variadas y vienen en muchos sabores al gusto de cada quien: la informalidad, el sistema de salud, los políticos, el Gobierno, tal o cual ministro, las empresas, el Estado, la irresponsabilidad ciudadana, y un largo etcétera son explicaciones que se suman, se sustituyen o se complementan según los sesgos y preferencias personales. Aquí, es la derrota la que tiene muchos padres.
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Un candidato que engloba varias de estas explicaciones, pero que como concepto se ha tratado muy poco, es la protección social. La manera en que, como país, nos hemos organizado para hacer frente a la pobreza, la enfermedad, la vejez o el desempleo ha mostrado todas sus grietas frente a la presión de la pandemia. Si el armatoste de protección social que teníamos ya sufría para tolerar la carga de la vida normal en el Perú, el COVID-19 fue el equivalente a colocar un edificio de veinte pisos sobre un par de vigas de madera que apenas aguantaban una pequeña cabaña.
En pobreza, el sistema de transferencias monetarias, que funcionaba a tropezones para programas como Juntos o Pensión 65, fue absolutamente rebasado por la ambiciosa repartición de bonos. Es cierto que el sistema nunca se diseñó para alcanzar a la mayoría de hogares del Perú, pero también es cierto que –23 años después de realizado el primer pago vía mensajes de texto y con toda la imponente tecnología de datos del 2020– es sorprendente que no se haya podido hacer mejor. El Estado no conocía a su propia población, ni mucho menos sabía cómo llegar a ella. Nunca fue muy importante.
De la salud de las personas tampoco nos preocupamos demasiado. El SIS y Essalud, que tienen afiliados a nueve de cada diez peruanos, no estuvieron ni cerca de cumplir con las expectativas ciudadanas. Cuando se hagan las sumas y restas, la falta de oxígeno en el sistema de salud peruano sin duda pasará a la historia como una de las mayores vergüenzas sanitarias registradas. Décadas de ineficiencia, corrupción, compadrazgo y feudos de poder se sumaron a la negligencia política absoluta. La doctrina del perro muerto encarnada en el sector salud.
Por su parte, la poca institucionalidad en el sistema de pensiones ha motivado que, ante el apuro, decidamos comernos nuestra protección para la vejez a grandes bocados. Los ataques al sistema público y privado de pensiones de los últimos meses son en parte consecuencia de haber fracasado en diseñar un sistema inclusivo en el que la mayoría de personas quiera aportar para su vejez. El sistema vigente solo funciona bien para los pocos afortunados que pueden mantener un empleo dependiente formal por más de dos décadas. Era la protección social de la minoría, pero con los últimos cambios ya ni eso.
Finalmente, en empleo diseñamos un marco que privilegiaba los derechos de pocos sobre las necesidades de muchos. Más de 70% de informalidad laboral en un país de ingresos medios como el Perú parecería, casi, diseñado adrede. Herramientas de absoluto sentido común para permitir que las empresas ajusten sus planillas a sus necesidades reales fueron miradas con recelo. La informalidad, motivada en parte por el régimen laboral disfuncional, impidió que millones de pequeños productores –y empleos– accedan a ayuda desde el Gobierno en la forma de préstamos o subsidios.
Las carencias en protección social, sin duda, no explican toda la historia. Malas decisiones del Ejecutivo, desconfianza frente al sector privado, y otras piezas irán completando el rompecabezas. No obstante, la lección que debiera quedar grabada es que, en tanto no se ponga al ciudadano promedio al centro de las políticas públicas, la próxima crisis nos volverá a coger con las manos atadas. La protección social no puede ser un privilegio, pero paradójicamente la demagogia y la salida política fácil han ido pintando la cancha para que así sea. El futuro de millones depende, literalmente, de poco más que de cambiar esta manera de hacer política.