Santiago Pedraglio

En los últimos días se han vuelto a esgrimir argumentos que espolean la renuncia del Estado Peruano al Sistema Interamericano de Derechos Humanos; en particular, abogando por la salida de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Dos son las principales consideraciones de esta exigencia: que la corte está ideologizada –una forma de decir que estaría copada por magistrados izquierdistas– y que el Perú es un país “mayor de edad”, que no requiere tutela y debe defender su soberanía.

En el ámbito latinoamericano, no es la primera vez que se escuchan ambos argumentos –la supuesta ideologización y la afectación de la soberanía–. Ya Venezuela y Nicaragua los han empleado; eso sí, poniendo el blanco en otros “enemigos”.

En febrero del 2010, Hugo Chávez, creador del llamado “socialismo del siglo XXI”, arremetió contra la corte: la calificó de “nefasta” y, refiriéndose al sistema interamericano, sostuvo que “es una mafia lo que hay ahí”. Para más detalle, sostuvo que “es un cuerpo politizado, utilizado por el imperio [estadounidense, se entiende] para agredir a gobiernos como el venezolano”. En el 2012, su sucesor, Nicolás Maduro, quien formalizó la denuncia de Venezuela al Pacto de San José, hizo su propia proclama: “La comisión y la corte lamentablemente degeneraron. Se creen un poder supranacional, se creen un poder por encima de gobiernos legítimos del continente”. Ambas declaraciones las recogió la periodista Maye Primera en el diario “El País” (9/9/2013) al dar a conocer la salida de Venezuela del Sistema Interamericano de Derechos Humanos.

¿Por qué la indignación del oficialismo venezolano? Entre 1995 y el 2012 Venezuela había recibido 16 sentencias condenatorias de la Corte IDH, favorables a más de 250 víctimas. Un motivo de disgusto para los gobernantes, que lograron su propósito de quedar al margen de este sistema de justicia supranacional cuya función es, precisamente, proteger a los ciudadanos de los abusos o la indiferencia de sus propios estados. Cabe recordar que la corte y la CIDH solo intervienen cuando el ciudadano agotó todas las instancias de reclamación en su país.

En Nicaragua, el canciller Denis Moncada, a nombre del gobierno de Daniel Ortega, anunció el abandono del sistema interamericano en el 2018, una decisión que se formalizó en noviembre del 2023. Tal como Chávez y Maduro, adujo argumentos de corte nacionalista. Además, el Gobierno Nicaragüense acusó al secretario general de la OEA, el uruguayo Luis Almagro –que había calificado de “dictadura” al régimen de Ortega– de intervenir “en la escalada criminal, injerencista, promoviendo acciones terroristas en el orden político, económico y militar que viola los derechos humanos del pueblo nicaragüense”. Las iniciativas de Almagro, según el canciller Moncada, demostrarían que “las acciones realizadas por los organismos de la OEA y la ONU responden a la estrategia de asfixiar al pueblo de Nicaragua” (“El País”, 20/12/2018).

Es sabido, por otro lado, que Estados Unidos no forma parte del sistema, lo que, sin duda, obedece equivocadamente a su consideración de ser una superpotencia mundial. Pero no debe pasarse por alto que países latinoamericanos tan importantes y de gran tradición nacionalista como México –en guerra feroz contra el narcotráfico– y Brasil forman parte del sistema interamericano, lo mismo que todos los demás países fronterizos del Perú. Son más bien las dictaduras y algunos gobiernos autoritarios los que consideran al sistema interamericano una camisa de fuerza, en lugar de una herramienta para respaldar a los ciudadanos en el resguardo de sus derechos vitales y los referidos a otros ámbitos, como el laboral y la afectación del medio ambiente, que son también derechos humanos.

Santiago Pedraglio es sociólogo

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