Mientras el Ministerio de la Producción elabora un plan nacional de desarrollo industrial que ojalá nunca vea la luz, la industria de la cocina peruana ha seguido expandiéndose, modernizándose e internacionalizándose. Londres, Madrid, Nueva York y otras ciudades del mundo tienen hoy restaurantes peruanos que pueden cobrar más de cien esterlinas, euros o dólares por persona. Para no hablar de toda la gente que viene de afuera a pasar un fin de semana con buena comida. ¿Quién ha planificado el desarrollo de esta industria, que mueve miles de millones al año? Pues nadie.
Ningún centro de planeamiento estratégico habría sabido decir si para conquistar tal o cual mercado era mejor un desembarco anfibio o una bomba de fusión. Tampoco se ha necesitado que un ministerio proyecte cuántos comensales había que atender o que calcule las cantidades de los distintos ingredientes que había que cultivar, el número de cocineros que había que entrenar, los manteles que había que bordar, las sillas y las mesas que había que fabricar.
Los chefs que se lanzaron tras el sueño del restaurante propio tenían una buena idea para comenzar: siempre se ha comido bien en el Perú. Pero –y he aquí la novedad– no muchos habían podido convertirla en un negocio rentable. Y quién puede negar que el billete verde haya inspirado su creatividad tanto como el ají amarillo o el pimiento rojo. La misma motivación que está detrás del desarrollo de cualquier industria exitosa.
Convertir la comida peruana en una industria propiamente dicha ha requerido, sin duda, del concurso de más gente. Han tenido que buscar los mejores ingredientes y los proveedores más confiables; asegurar el abastecimiento, a veces, a miles de kilómetros de distancia; atraer talento no solamente de cocineros y ayudantes, sino también de arquitectos y decoradores para crear ambientes atractivos donde el público quiera ir a comer y a gastar.
Toda esa maquinaria se ha puesto en marcha sin necesidad de un plan de desarrollo. El mercado ha respondido como responde siempre que se le deja responder con libertad. ¿Cómo se hace para conseguir buenos cocineros? Pagando mejores sueldos. ¿Y cómo accede uno a esos mejores sueldos? Aprendiendo a cocinar. No pasa mucho tiempo hasta que alguien detecta una oportunidad de negocio y abre una escuela de cocina, como las muchas que en los últimos años se han abierto solamente en Lima. Y, de paso, la carrera de chef ha adquirido un prestigio que antes no tenía.
La historia de éxito de la cocina peruana es una demostración de que la planificación centralizada –o estratégica, si así prefieren llamarla– es innecesaria para el desarrollo de una industria. La gente responde a las oportunidades que aparecen en el mercado. Las oportunidades más atractivas, a juzgar por la rentabilidad que ofrecen en su momento, son aquellas que nadie había previsto. ¿Cómo podría un planificador anticipar justamente aquellas oportunidades que, se supone, nadie va a anticipar?
El planificador puede imaginarse que de aquí a cinco años se duplicará la demanda de un producto X, como puede hacerlo cualquiera que tenga un espíritu emprendedor. Pero solamente los que quieran ganar plata en el intento mantendrán los ojos abiertos para ver cuándo y cómo cambian las necesidades y los gustos de la gente y también la posibilidad de satisfacerlos.