Un país desangrado e ingobernable. Tal es la triste herencia que deja el efímero y corrupto gobierno de Pedro Castillo. Hoy tenemos que lamentar las consecuencias de 17 meses de transmisión ininterrumpida de mensajes de odio entre peruanos y del uso indiscriminado de los ‘consejos de ministros descentralizados’ como plataforma para sembrar la anarquía a mediano plazo. Mientras el vacado expresidente purga prisión por su bufonesco golpe de Estado, el nefasto profeta de los “ríos de sangre” disfruta de las ventajas procesales que le brinda su avanzada edad, como afrontar su proceso bajo comparecencia.
Dina Boluarte cosecha ahora lo que ayer sembró el gobierno al que ella perteneció. La actual mandataria participó también en estos consejos en regiones e integró el coro de voces que buscaba victimizar a un presidente manchado. Su primer ministro Alberto Otárola ofreció el lunes en la noche –luego de confirmarse las dolorosas muertes de 17 peruanos– un discurso en el que estuvo ausente la autocrítica y en el que no mostró ni una cuota de empatía hacia los familiares de las víctimas. Pero en un punto de este criticado mensaje no erró: el principal responsable de la violencia (no el único) se encuentra actualmente en la cárcel de Barbadillo. “¿Quién azuzaba a la gente y a las agrupaciones a partir del 7 enero? ¿Quién anunció un golpe de Estado desde este mismo Palacio de Gobierno?”, enfatizó el jefe del Gabinete en referencia al detenido golpista.
Con Castillo en prisión, Aníbal Torres con impedimento de salida del país y Betssy Chávez manteniendo un sospechoso silencio, otros han tomado la posta para atizar el fuego de una calle descontenta. Azuzan las protestas congresistas de bloques antiguamente aliados a Castillo y hoy tenaces opositores que incluso ya han sido señalados en informes de la Policía Nacional. Ellos aprovechan todo tipo de redes sociales e intervenciones en medios de comunicación para propagar su discurso combustible.
Este grupo de congresistas que hasta hace unas semanas eran férreos blindadores de cuanta tropelía cometía el expresidente, convirtió ayer el hemiciclo del Congreso en una sucursal de la plaza San Martín. Vociferantes y prepotentes, lanzaron insultos y exhibieron carteles con mensajes que competían entre sí en agresividad. Estos parlamentarios interrumpieron hasta en dos oportunidades la sesión de presentación del Gabinete. En plena ola de violencia que ha teñido de luto a decenas de familias peruanas, el vergonzoso espectáculo montado ayer en el Congreso, más que una muestra de solidaridad con las víctimas, parecía un intento de utilizar su memoria para seguir rociando gasolina en una pradera incendiada.
Pero no es solo a través de la alharaca y los gritos en las sesiones que un sector radical del Parlamento acentúa su caída libre. En un acto de abierta complicidad con la impunidad, más de una veintena de congresistas blindaron con sus abstenciones a Freddy Díaz, el representante no agrupado acusado de haber violado a una trabajadora de su despacho. Gracias a sus colegas, Díaz podrá volver a ocupar su escaño parlamentario y gozar de las prerrogativas que cualquiera de ellos tiene. El resultado fue tan descaradamente escandaloso –y con abstenciones provenientes en su mayoría de congresistas de izquierda– que bien podría interpretarse como un autogol voluntario, como un intento adrede de continuar alimentando los argumentos de quienes exigen que se vayan todos. El Perú no se merece esto.