No le falta buena intención al proyecto de ley que ha presentado el Ejecutivo para fomentar el empleo juvenil. Cualquiera diría que es una buena noticia. Se establece en él un nuevo régimen para los jóvenes de 18 a 24 años y se reducen diversos costos laborales que harían más barato contratarlos. Se agregan como yapa incentivos tributarios para alentar su capacitación y, en algunos casos, se traslada al Estado el pago del primer año de contribuciones a la seguridad social.
El problema es que no es la única norma que gobierna las relaciones laborales con nuestros jóvenes valores. Estas disposiciones se suman a un entrevero de regulaciones dispersas y a ratos contradictorias sobre la materia. Normas que ya existen sobre contratación de practicantes preprofesionales, otras sobre formación laboral juvenil y otras más con regímenes igualmente especiales para pequeñas y microempresas.
Son como las capas de restos históricos que se van acumulando en las ciudades antiguas. Fortalezas incas debajo de templos coloniales que a su vez yacen escondidos entre los cimientos de construcciones republicanas. Para desentrañarlas, no bastan el buen juicio y la debida diligencia de un empresario promedio. Se necesita el concurso de abogados cada vez más especializados que sean capaces de desentrañar el milhojas. ¿Cuántas empresas pueden realmente acceder al consejo profesional, no digamos ya del abogado de casa, sino de un arqueólogo laboral con conocimientos de la era paleolítica?
Y luego está el rompecabezas de la administración de estas ocurrencias. Para cada empleado se necesita un manejo distinto. Un contrato diferente para incorporarlo, un régimen personalizado para pagar su compensación por tiempo de servicio (CTS), una declaración especial en la planilla electrónica, un cómputo ad hoc de las vacaciones. Todo esto sin mencionar las condiciones aplicables a un cese o el cálculo de una liquidación. Salvo que usted tenga veinte personas en el área de recursos humanos, simplemente no la hace.
Para contratar un practicante preprofesional, por hablar solo de un grupo de “trabajadores”, se necesita un convenio con él y con su universidad, que debe presentarse al Ministerio de Trabajo. Hay que enviar igualmente al ministerio un plan de prácticas (una aberración por donde se le mire) y contratarle al muchacho un seguro médico privado. También hay que controlarle las horas por separado, pagarle vacaciones de 15 días y darle una ‘grati’ cada seis meses, distinta a las ‘gratis’ que paga a sus otros colaboradores.
Si es microempresa, es una música. Si es pyme, le ponen otra. Si la cosa es por un año, le sueltan un vals. Si involucra al 20% de la planilla, venga esa salsa. Si ya se graduó de la universidad, un merengue. Para manejar todo esto, no basta con ser un buen empresario; hay que tener las condiciones de los concursantes de “El Perú tiene talento”.
En buena cuenta, nuestra legislación laboral está hecha por una colección indescifrable de regímenes superpuestos con requisitos diversos, por un lado, y una carga administrativa enredadísima para cumplir con ellos, por el otro. Porque todo en esta vida es fiscalizable, caballero. Nada se puede esconder a los ojos de la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (Sunafil), de manera que más le vale tener todos esos formatos distintos de contratos, todos esos registros de horas laboradas, todos esos memorándums invocando distintas normas según se trate un empleado tipo A, B, C o Z.
Difícil imaginar que esta nueva capa regulatoria va a traer mucho más que un incremento en las horas facturadas por nuestros amigos laboralistas.
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