La rebelión de las combis, concretada en dos paralizaciones, reflejó el hartazgo de los transportistas de Lima por la indiferencia del Poder Ejecutivo y del Congreso ante el avance de las extorsiones. Hay un punto de quiebre. Lo que observamos es el primer momento de una protesta mayor −con otros sectores afectados− que puede jaquear a dos poderes que hasta ahora gobiernan plácidamente. Y por el mismo motivo: la inseguridad.
En los paros del 26 de setiembre y el 10 y 11 de octubre un rasgo llamativo fue que participaron los conductores de las líneas informales y formales, rebasando estos últimos la renuencia de las empresas que detentan las concesiones. Ello se debe, como bien ha sido explicado en este Diario, porque la mayoría de quienes operan los buses son comisionistas y a su vez enganchadores de choferes y ayudantes expuestos a la criminalidad. Estos tenían todas las ganas de protestar. En el movimiento afloraron liderazgos de transportistas informales que tuvieron la voz cantante y establecieron, como demanda principal, la derogación de la nueva ley sobre crimen organizado, especialmente en sus articulados de represión a las marchas. Los acompañaron vivamente quienes piden adelanto de elecciones y desearían una huelga indefinida, para “que se vayan todos”.
Las extorsiones contra los transportistas en Lima crecieron sin que la policía combatiera sus ramificaciones. Comenzaron, hace unos cinco años, con el denominado “falso chalequeo”. Maleantes se ofrecían a las empresas para evitar que las apedrearan en su camino. La “protección” a las líneas informales implicaba ahuyentar, en ocasiones violentamente, a los inspectores de la Autoridad de Transporte Urbano (ATU), que empezó a vivir su propio drama. La policía podía presenciar impávida estos ataques.
Los extorsionadores pasaron a controlar aspectos del negocio, como la cantidad de viajes y unidades en circulación. Las empresas pagaban para que no mataran a sus operarios una cuota inicial de S/30.000 a S/40.000, y, por cada bus, de ocho a diez soles por viaje. En el 2023, cuando la policía capturó a los extorsionadores de San Genaro, que hacía depósitos a una cuenta de Yape, descubrió que otras 15 empresas estaban pagando. En agosto pasado Etuchisa, más conocida como “Los Chinos”, tuvo que parar por falta de garantías.
El Gobierno dispuso el estado de emergencia en el área metropolitana y creó un equipo policial, el Gorex, con más de 100 efectivos, destinado específicamente a perseguir extorsionadores. Hay una línea telefónica exclusiva para denuncias. Podría ocurrir que estas y otras acciones, improvisadas solo después de la protesta, produjeran sorprendentes resultados. Pero las extorsiones a transportistas son un aspecto del problema. Se mantiene latente la impunidad en el asesinato de sindicalistas. Las principales asociaciones empresariales decidieron apoyar una iniciativa de la Federación de Trabajadores de Construcción Civil del Perú (FTCCP), que el mes pasado convocó a sus afiliados a una movilización nacional para el 24 de octubre. La FTCCP tenía motivos propios: 24 de sus dirigentes fueron asesinados por sicarios. Ahora el llamamiento lo hace el “Comité contra la delincuencia y por la paz”, integrado por los más importantes gremios de trabajadores y patronos.
La violencia en las obras civiles comenzó en el 2003, precisamente cuando la FTCCP y la Cámara Peruana de la Construcción (Capeco) iniciaron un mecanismo de diálogo para resolver sus negociaciones colectivas, proceso que ahora es reconocido como ejemplar y que se extiende para consensuar mejores condiciones de trabajo –incluyen seguridad, educación y salud− que indirectamente beneficiarían a toda la sociedad. En las extorsiones concurrieron delincuentes y falsos dirigentes sindicales, algunos expulsados. Con los años ingresaron a la actividad todo tipo de criminales, sin que la respuesta policial fuera percibida. Como la inseguridad se generalizó, la FTCCP, Capeco y la Sociedad Nacional de Industrias (SNI) obtuvieron el respaldo de otros gremios empresariales y de comerciantes, con quienes conformaron un comité para que el Gobierno reaccionara, mediante pronunciamientos e incluso movilizaciones, sin ningún resultado.
El ministro del sector y la propia presidenta Dina Boluarte los recibieron por pura cortesía. No crearon un mecanismo de acción conjunta, ni asignaron presupuesto a las medidas acordadas ni les hicieron seguimiento. El famoso teléfono para denunciar extorsiones, contando con el visto bueno presidencial, demoró seis meses en instalarse, porque el Ministerio de Transportes y Comunicaciones no terminaba de aprobar sus protocolos. El 15 de agosto fue asesinado el secretario general del sindicato de construcción civil de Lima, Arturo Cárdenas, y quedó claro que el único camino era protestar públicamente.
De otro lado, el crimen organizado vinculado a la minería ilegal goza de buena salud. El caso de la minera Poderosa, en Pataz, es un ejemplo de sus acciones a gran escala. Fue blanco de atentados que en tres años dejaron 18 muertos, el último el 24 de setiembre. Son ataques con armas largas y explosivos que incluyen voladuras de torres de alta tensión. Los ataques a Poderosa tienen como condicionantes un aumento espectacular del precio del oro y la profundización de la crisis institucional del Estado. El Gobierno, el Ministerio Público, el Congreso y el Poder Judicial no sintonizan en la persecución del delito.
En Poderosa el robo de mineral vendría a ser el primer nivel de la criminalidad. No es solo atraco y fuga sino un proceso sofisticado que emplea recursos tecnológicos, geólogos o ingenieros y grupos de seguridad mejor armados que los de la policía. Requiere una gran inversión. La extracción del oro se realiza mediante excavaciones subterráneas a lo largo de un macizo rocoso que puede tener una extensión mayor a un kilómetro. Los asaltantes hacen sus propios túneles −cada metro lineal tiene un costo aproximado de US$2.000−, siguiendo en paralelo al de la mina, hasta que, en un momento determinado, dan el golpe bajo tierra y escapan por sus propias bocaminas. Ante los sucesivos ataques a Poderosa la policía destacó a 300 efectivos en Pataz y desarticuló al menos dos bandas criminales. En la zona hay estado de emergencia y una presencia disuasiva del Ejército, todo lo cual ha debilitado la ofensiva. Sin embargo, 25 galerías de la mina siguen tomadas por excavadores ilegales.
El segundo nivel del crimen organizado en la minería ilegal es el procesamiento del mineral extraído ilícitamente por platas formales en la costa, al amparo del Registro Integral de Formalización Minera (Reinfo). Es la dimensión más lucrativa y menos investigada. Por ejemplo, no se establece si las coordenadas del lugar donde se extrajo el mineral se corresponden con las coordenadas del Reinfo. Un indicador del tráfico es el enorme crecimiento de las exportaciones peruanas de oro hacia países con controles permisivos respecto de la procedencia, como India o Emiratos Árabes Unidos. Así, es evidente que una lucha efectiva contra el crimen organizado tendría que considerar legislación y medidas para controlar los grandes flujos de economías ilegales y no solo los de menor escala.
A diferencia de las paralizaciones de transportistas, la convocatoria del 24 de octubre se plantea presionar al Gobierno para una estrategia integral, en coordinación con el Congreso y el Poder Judicial. Participarán sectores más amplios que los organizadores. Aunque el objetivo no es adelantar elecciones, la presidenta Boluarte aún no percibe que en la sociedad se incuba una insatisfacción originada en problemas auténticos y no en las maniobras de enemigos que ella se inventa. Por otro lado, su equipo de gobierno es incompetente para los retos que plantea la crisis de seguridad. Las protestas en ascenso pueden hacerla tambalear más que los muertos, que los Rolex y que los ‘waykis’ de su vida.