En épocas en las que el país sufre una profunda crisis política y las consecuencias de una economía que no exhibe el dinamismo que mostró hace unos años, es vital que distintos grupos de ciudadanos busquen espacios para reflexionar sobre el futuro de la nación. La Conferencia Anual de Ejecutivos (CADE) –evento que se ha reunido por más de cinco décadas para pensar al país– es un buen ejemplo de ello.
Así como el empresariado reconoce la importancia de su rol en el crecimiento económico, también debe mostrar iniciativa y autocrítica a la hora de buscar soluciones a nuestros problemas políticos. En esa línea, es valioso que las presentaciones en CADE de este año le hayan otorgado especial atención a dos ejes que afectan directamente al desarrollo y a la institucionalidad: competitividad y corrupción.
El tratamiento del primer eje llega en un momento en el que el Perú ocupa el puesto 63 de 140 países en el último Reporte de Competitividad Global del Foro Económico Mundial (WEF) y los puestos 89 en capacidad de innovación, 92 en dinamismo de los negocios y 90 en el pilar de instituciones. Más alarmante aún, también hemos caído 32 puestos desde el 2011 en el ránking Doing Business, para estar en el puesto 68 de 190 este año. Una circunstancia que el presidente Martín Vizcarra calificó como “inaceptable” en CADE.
Y es que el mal desempeño del país en estas mediciones no es solo una cuestión de números: una alta competitividad permite que nuestras instituciones, infraestructura, ambiente de negocios, capacidad de innovación y regulación laboral tengan una calidad capaz de reñirse con la de países desarrollados. Ello resulta en un ambiente que estimula la inversión, el empleo y buenos servicios públicos, lo que permite una mejor vida para los peruanos.
En este sentido, la voluntad expresada por el jefe de Estado de consensuar una agenda entre los sectores público y privado en torno a este objetivo es un paso en el camino correcto. El presidente sostuvo, por ejemplo, que el alto costo laboral no salarial eleva los índices de informalidad y que se debe implementar un esquema que promueva el empleo formal, sobre todo en la microempresa. Una iniciativa que, sin duda, se alinea a las necesidades del empresariado, como ha indicado el informe hecho por el Consejo Privado de Competitividad, el que sostiene que se requiere un nuevo régimen laboral para la pequeña empresa. Otro punto en los que han coincidido ambos actores es el desarrollo de un plan de infraestructura que definirá las obras a priorizar en el corto y largo plazo.
No obstante, dicho esto, es clave que en este punto los planes y las buenas intenciones no nazcan en los podios para morir en el papel. Tanto el gobierno como los empresarios tendrán que traducir todo esto en acciones y hacerlo lo antes posible.
Con respecto al eje de la corrupción, es innegable que esta tiene efectos directos en la economía, como sostuvo el presidente del Banco Central de Reserva, Julio Velarde. Según la Defensoría del Pueblo, la corrupción le cuesta al país un aproximado de S/12.974 millones anualmente y a eso se suma que, según el WEF, este crimen encarece el costo de hacer empresa en un 10% y en un 25% el de celebrar contratos. Sin embargo, es necesario tener en cuenta que la receta para erradicar este problema no solo incluye controles en el ámbito público, sino también una mayor conciencia en el sector privado del rol que podrían tener en este lastre. Son bienvenidas, entonces, iniciativas como Cero Soborno, presentada por Óscar Espinosa, presidente de Ferreycorp, que tienen como objetivo fortalecer las medidas anticorrupción en los negocios, pero tampoco se debe dejar de lado una mayor preocupación de parte del empresariado por comunicar correctamente su postura sobre un tema tan sensible.
Así las cosas, solo queda esperar que las reflexiones alcanzadas en esta edición de CADE trasciendan y logren generar cambios importantes en el país. Si algo ha quedado claro es que para alcanzar mejoras reales estas no deben ser solo responsabilidad de los políticos, sino de todos los peruanos.