Editorial El Comercio

Las de partes del muro perimétrico de , en Amazonas, son sin lugar a dudas desoladoras. Ello, toda vez que lo que se derrumba no son solo piedras, sino principalmente retazos de historia de una estructura milenaria que los antiguos chachapoyas erigieron y que hoy vemos caer ante nuestros ojos debido en buena cuenta a esa mezcla de desidia e indolencia de nuestras autoridades. A estas alturas, muchos ya hablan de una tragedia nacional, pero es innegable que cuando se deja morir una edificación de este tipo el que pierde es la humanidad en su conjunto. Y no deja de ser una desdicha para ella que un país al que la historia le legó tanta riqueza se haya mostrado, al mismo tiempo, tan incapaz para gestionarla.

Por supuesto, sería exagerado atribuirle la responsabilidad de este desastre al gobierno de . El abandono en el que se encuentra Kuélap bien podría considerarse un distintivo que comparte con sus predecesores y que alcanza a muchísimos otros monumentos repartidos por todo el país, desde edificaciones prehispánicas hasta casonas coloniales. Sin embargo, hay que anotar que varias voces –como el congresista Edward Málaga– venían advirtiendo desde el año pasado que podía ocurrir lo que finalmente ocurrió y que la respuesta del Gobierno tanto antes como después de la tragedia ha sido claramente pobre.

No parece gratuito que los derrumbes en Kuélap estén teniendo lugar durante una administración que mostró su desprecio hacia la cultura prácticamente desde su primer día. Como sabemos, el nombramiento de –un individuo que cargaba con un historial de denuncias por negociación incompatible y que años atrás había sido noticia por efectuar borracho un par de disparos al aire– en el ministerio del sector llevó a la renuncia de varios profesionales que venían laborando en la entidad. La situación no ha mejorado ahora, cuando su cargo ha pasado a , un ministro más preocupado en defender al presidente Castillo y al jefe del Gabinete, , antes que en evitar que nuestro patrimonio cultural se caiga a pedazos.

Salas, vale recordar, fue uno de los integrantes del equipo ministerial que más fervientemente defendió la legalidad y la pertinencia del inconstitucional toque de queda para Lima y el Callao decretado por el Gobierno el martes 5 de abril (“los que ayer reclamaban principio de autoridad parece que hoy extrañan el caos; ”, afirmó). Y luego, cuando la protesta se encargó de dejar sin efecto la disposición del Ejecutivo, no tuvo mejor idea que halagar la capacidad del mandatario para “escuchar” a la ciudadanía (“, un gobierno que no es represor ni dictador”, alegó). Como sabe cualquier observador mínimamente informado, no obstante, si el toque de queda quedó sepultado ese día fue por el peso de los hechos, no por el buen criterio de un mandatario que, para variar, se retiró presuroso de una sesión parlamentaria anunciando que firmaría un decreto que nunca apareció.

Salas, además, de Patrimonio Cultural e Industrias Culturales Sonaly Tuesta luego de que esta cuestionara públicamente que el presidente del Consejo de Ministros había realizado a Adolfo Hitler. En el colmo de la desvergüenza, el ministro afirmó que si Tuesta “no se sintió cómoda con esas palabras –de lo que se desprende que él sí–, no debió esperar que le soliciten la renuncia; debió renunciar en el acto”.

Y ahora ha culpado del desmoronamiento en Kuélap a “años de desidia, expedientes truncos y consultorías de humo” y, fiel a la narrativa del Gobierno, ha afirmado: “La argolla se acabó”.

Si el señor Salas quiere desempeñarse como protector del presidente y de su primer ministro, tiene todo el derecho de hacerlo, pero lejos del cargo que hoy ocupa. El Perú, sus ciudadanos y sus antepasados, no merecen a un ministro de Cultura que se pasa más tiempo justificando los excesos del Gobierno antes que cuidando un patrimonio que se viene a pique frente a nuestros ojos. Y el Congreso debería tomar nota de ello.

Editorial de El Comercio

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