Editorial El Comercio

fue una de aquellas periodistas que le dan sentido a este oficio. Intrépida, inquisitiva, indesmayable, estuvo a punto de perder la vida en el 2004, luego de que sufriera un envenenamiento tras beber un té en un vuelo que, sin embargo, no la arredró. En el 2006, fue asesinada de cuatro tiros en el edificio donde vivía, en Moscú, justo cuando se hallaba preparando una investigación sobre las torturas en Chechenia por parte del régimen de , un amigo del entonces joven presidente ruso . Y aunque se logró condenar a los autores materiales del crimen, los que lo ordenaron nunca fueron castigados.

El mismo año en el que Politkovskaya murió, , exespía de la KGB reconvertido en un crítico de Putin, fue envenenado con polonio tras tomar un té con dos agentes de los servicios secretos rusos en Londres. Agonizó durante tres semanas hasta que falleció. En otra ciudad inglesa, Salisbury, el exespía ruso y su hija fueron envenenados con novichok –un agente nervioso sintetizado por la Unión Soviética durante la Guerra Fría– que había sido colocado en el pomo de su puerta. Ambos sobrevivieron de milagro. Dos años después, , el principal opositor de Putin de los últimos tiempos, fue envenenado por novichok mientras se encontraba en un avión a punto de partir en Siberia. Pudo salvarse gracias a la rápida intervención médica que recibió, principalmente del Gobierno Alemán, pero su salud quedó bastante comprometida desde entonces.

Ayer, Navalni murió en una prisión rusa, según informaron las autoridades del establecimiento penitenciario, luego de perder el conocimiento tras una caminata. Su reclusión, por supuesto, fue producto de un absurdo: un juzgado lo envió a prisión en enero del 2021 nada más volver de Alemania –a donde, como dijimos, llegó moribundo para ser tratado por el envenenamiento con novichok– bajo el argumento de que dicho viaje había violado el régimen de libertad condicional en el que el activista se encontraba tras un juicio por malversación de fondos que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos consideró en su momento –y con razón– “arbitrario”.

Desde entonces, Navalni vivió bajo un régimen carcelario durísimo: era constantemente cambiado de prisión (la última vez en diciembre, cuando lo llevaron a la colonia penal IK-3 de Jarp, en el círculo polar ártico, donde ha muerto), le cortaban frecuentemente la comunicación con sus abogados, lo aislaban en celdas especiales y le impedían, según sus letrados, el acceso a las medicinas que necesitaba. De hecho, el año pasado más de 170 médicos firmaron una carta para Putin en la que expresaban su preocupación por la salud del activista que era, a todas luces, precaria.

Navalni se había erigido como la voz más incómoda para Putin dentro de su país en los últimos años. En el 2011 fue una de las caras visibles de las protestas ciudadanas que estallaron contra el Kremlin. Su organización, Plataforma contra la Corrupción, solía publicar investigaciones de corrupción del régimen ruso, incluyendo el reportaje del supuesto a las orillas del mar Negro, lanzado en el 2021, y solía llamar a la gente a votar por los candidatos que tuvieran mayores posibilidades de vencer al oficialismo en los comicios municipales y legislativos.

Es cierto, por otro lado, que la figura de Navalni generó mucho más consenso en el exterior que adentro de Rusia. De hecho, solía criticar a otros activistas de la oposición rusa por no esforzarse lo suficiente, en lugar de trabajar para unirlos a todos. Pero esta situación no desacredita su trabajo ni pone en duda su compromiso de plantarle cara a uno de los hombres más poderosos y crueles del mundo.

En diciembre del 2020, poco después de que Navalni fuera envenenado, Putin trató de desmentir las versiones que lo señalaban de estar detrás del atentado, asegurando que, si él hubiera querido matarlo, . Ayer, finalmente, su amenaza se cumplió: Navalni murió en una prisión en la que nunca debió estar y ha pasado, así, a engrosar la lista de todos aquellos que, como Politkovskaya, Litvinenko, Borís Berezovski y varios más, pagaron con su vida su insumisión a Putin y a sus amigos.

Editorial de El Comercio

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