Desde estas páginas hemos mencionado más de una vez que ya va siendo hora de dejar la agenda pública que entiende la política como terreno de confrontación y juego de poder, para transitar hacia una agenda de política propositiva, de consensos, que pone por delante los problemas del día a día de la población. En otras palabras, una agenda política que tiene menos similitudes con las páginas policiales y judiciales, y más con las páginas sobre salud, caminos, agua o educación.
Y ese parece haber sido precisamente el tono que el presidente Martín Vizcarra quiso imprimir durante su discurso en CADE el viernes pasado. En lo que por momentos se sintió como un discurso de 28 de julio, el mandatario aprovechó la oportunidad para dar los lineamientos de una propuesta de gobierno posterior a las elecciones regionales de segunda vuelta y el referéndum del 9 de diciembre.
Su mensaje se inició con una ineludible alusión a la cuota compartida de responsabilidad que existe entre el sector público y el privado en lo que respecta a la corrupción en el país, momento en que también mencionó –correctamente– que en el Perú no existe persecución política.
A continuación, sin embargo, destacó varios ejes del plan de trabajo de mediano plazo de su gobierno. Desde grandes obras de irrigación e infraestructura en general hasta tópicos de educación para el trabajo, promoción de la inversión privada o combate contra la anemia.
Llamó la atención, en particular, la referencia del presidente Vizcarra a una potencial reforma laboral, empezando por una alusión a los altos costos laborales no salariales (vacaciones, CTS, gratificaciones, etc.) que enfrenta el empleo formal en el Perú. “El alto costo laboral no salarial –que duplica y hasta triplica el promedio de nuestros pares del Pacífico– [se tiene que resolver]. Tenemos que pasar del trabajo informal de baja productividad y sin protección social a un esquema que promueve el trabajo formal”, comentó. El mandatario evitó señalar exactamente cómo abordaría este asunto, precisión necesaria para empezar a debatir seriamente el tema. Sin embargo, es positivo que un problema de política pública tan fundamental como las barreras que impiden el acceso a trabajo formal y productivo vuelva a la agenda del gobierno.
Adicionalmente, el compromiso de consensuar la política nacional de competitividad y productividad –ya culminada– con las propuestas que se extendieron desde el sector privado durante CADE también apunta en la dirección correcta. El deterioro del ambiente de negocios y competitividad en el país es patente y manifiesto en los ránkings internacionales, y sin una mínima hoja de ruta y propuestas concretas será difícil avanzar. La ronda de diálogo anunciada con distintos actores para afinar la estrategia es fundamental.
Son estos temas, precisamente, sobre los que debería girar la agenda pública en los próximos meses. Sostener la aprobación presidencial a costa de medidas netamente políticas, que resultan cuestionables de lejos y populistas de cerca, no es una estrategia saludable para el país ni para la Presidencia de la República. Ojalá sea este un punto de inflexión que además se podría aprovechar para tener un necesario recambio en algunas figuras del Gabinete. Un Ejecutivo plenamente comprometido y con una visión compartida tiene más chance de éxito que uno al que se le hace difícil coordinar incluso internamente.
Hay, claro, razones también para ser escéptico. No sería esta la primera vez que discursos y planes quedan en palabras y papel, sobrepasados por la urgencia del día, la estrategia inmediata y la lucha de poder. En política, planes de acción ejecutados a medias o nunca consumados son más comunes que los seguidos a pie juntillas. No obstante, lo fundamental es contar con suficiente voluntad política para poner estos temas por delante, aún a costa de enfrentar presiones desde algunos grupos de influencia. Ojalá sea esta la voluntad que encontró el presidente en la última edición de CADE.