Editorial El Comercio

El territorio peruano tiene zonas exentas de la ley y del alcance de la justicia. Su espacio geográfico es definido, pero su influencia tóxica irradia sobre todo el país e incluso fuera de sus fronteras. Entre las más emblemáticas y peligrosas se cuentan el Vraem (ubicado en la intersección de cinco regiones al centro y sur del país), La Pampa (Madre de Dios) y La Rinconada (Puno). No sería excesivo incluir a estas alturas al distrito de Pataz (La Libertad) entre estos epicentros criminales ajenos al Estado de derecho.

Ayer, este Diario publicó un en el que se ilustra con nitidez los beneficios que se obtienen de la en . Ahí no hay mayor motivo para esconder signos exteriores de riqueza: casas con piscina y canchas de fulbito, camionetas de lujo, cuatrimotos para niños, grandes hoteles y centros de entretenimiento, todo a la vista de quien quiera visitar el lugar. El gobierno regional, la policía, la fiscalía, el Ministerio de Energía y Minas (Minem), la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF), la Sunat, todos saben que en la zona hay mucho dinero sucio procedente de la extracción ilegal de oro y actividades criminales conexas. Ninguno piensa intervenir seriamente.

Las dimensiones del negocio hacen pensar que su poder de influencia excede el de muchos otros sectores –legales o ilegales– de la economía nacional. El reporte de El Comercio apunta que la minería ilegal genera aproximadamente US$6.000 millones anuales. Para ponerlo en contexto, esa cifra es el doble del estimado de ingresos de Cártel de Sinaloa, el más importante de México. Así, a diferencia de lo que se tenía hace unos años, la principal actividad criminal del Perú ya no sería el narcotráfico, sino la extracción ilegal de minerales. Los excedentes son suficientes para tentar voluntades en espacios que van desde las direcciones de los gobiernos regionales hasta el Congreso de la República, pasando por la policía y la fiscalía.

Los delitos asociados son extensos: trata de personas, sicariato, extorsión, corrupción, lavado de activos, daños ambientales severos (sobre todo cuando se practica en zona de selva), evasión tributaria, entre otros. Su expansión es sumamente grave y no es exagerado decir que amenaza con infectar al resto de la sociedad peruana hasta convertirla en una disfuncional y servil a sus intereses. No es una reflexión tan lejana. Después de todo, se conocen exactamente los epicentros de la actividad, sus beneficiarios ni intentan ocultarlo, y no existe reacción del poder público. ¿Qué prueba más robusta del avance de la infección que esa?

Editorial de El Comercio

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