En política –así como en varios aspectos de la vida en sociedad– se suele cometer el error de romantizar tiempos pasados. Un llamado natural a la nostalgia, en complicidad con la mala memoria colectiva, transmite la idea, usualmente equivocada, de que antes los poderes del Estado funcionaban mejor. Pero la reflexión no siempre es incorrecta, o no del todo. Un ejemplo de esto son los tiempos que se toman los poderes del Estado para reaccionar a las acusaciones en contra de quienes ocupan u ocuparon posiciones públicas prominentes.
Ayer, la Sala Penal Especial de la Corte Suprema condenó a 22 años de prisión al excongresista Michael Urtecho por los delitos de enriquecimiento ilícito y concusión. El proceso tardó casi diez años entre el Ministerio Público y las cortes desde que el exparlamentario fuera suspendido de su curul en octubre del 2013. Al margen de su culpabilidad, una década de proceso penal es un exceso del sistema de justicia, y que a la fecha se repite –a veces con períodos mucho más extensos– en incontables casos.
Y si aquí la mejora ha sido nula, los tiempos parlamentarios solo han empeorado. Como se recuerda, siete trabajadores del despacho de Urtecho denunciaron al excongresista de Solidaridad Nacional por recortar sus salarios. Según testimonios, algunos empleados recibían apenas pequeñas fracciones de su remuneración base. Urtecho fue acusado también de presentar boletas de empresas fantasmas y de apropiarse de una donación de 621 sillas de ruedas para discapacitados de bajos recursos mientras presidía la Comisión Especial de Discapacidad en el Congreso.
Ante la evidencia, el Parlamento de entonces actuó rápido. Transcurrió, de hecho, un mes desde la aparición de las primeras denuncias hasta la suspensión por 120 días, con un trabajo eficiente de la Comisión de Ética y del pleno. Pasados tres meses, el excongresista ya había sido desaforado e inhabilitado para la función pública por diez años.
Ahora, los indicios que apuntan a que al menos nueve parlamentarios habrían imitado las prácticas de Urtecho son amplios. Sin embargo, tras cinco meses de idas y vueltas desde las primeras acusaciones, se ha avanzado muy poco en las investigaciones y procesos sancionadores. De acuerdo con especialistas consultados por este Diario, la sentencia en contra de Urtecho debería dar a la representación nacional mayores argumentos legales y legitimidad para imprimir velocidad en los procesos pendientes, pero para eso se requiere voluntad política.
Ya es obvio que este tipo de prácticas –el recorte de sueldos o los aportes “voluntarios” de los trabajadores del despacho, que no es más que un eufemismo para referirse a lo primero– han sido normalizadas en el Congreso. El fin de semana pasado, para no ir muy lejos, el propio presidente del Congreso, Alejandro Soto, fue acusado de recolectar dinero de sus trabajadores para pagar publicidad a su favor en redes sociales (por lo que el Ministerio Público ya le ha abierto una investigación). Estos abusos y apropiaciones ilícitas no pueden quedar impunes. La sentencia contra Urtecho así lo confirma, aun si los actuales congresistas arrastran los pies al momento de procesar a uno –o varios– de los suyos.
“Quiero pedir disculpas. Como cristiano he permitido durante varios días que se mancille el nombre de Dios, por miedo, por cobardía y he caído en mentira y en hipocresía. Ya no puedo aguantar esto, no quiero tener esto como carga. Me siento mal, muy mal”, dijo en su momento Urtecho. La confesión no lo redime de la sanción, pero sí ayuda a las instituciones a corregir el daño. Y ese, de plano, es un paso que tampoco hemos visto hasta ahora en los actuales parlamentarios. Después de todo, el Caso Urtecho debe ser una muestra para los congresistas de que apropiarse del sueldo de un trabajador nunca debería quedar impune. Nunca.