Las cifras del deterioro económico del Perú de los últimos meses pueden parecer frías. ¿Qué más da –dirá algún escéptico– que el PBI crezca 2% o 4%? Pero la verdad es que, detrás de estos números, hay millones de familias e historias reales que hablan de una vida más dura que antes. Hace poco menos de dos meses, por ejemplo, el INEI anunció que, durante el 2022, la pobreza alcanzaba al 27,5% de la población. Esa cifra es 1,6 puntos porcentuales mayor que el año anterior, y 7,3 más alta que en el 2019, antes de la pandemia.
Ahora, la Encuesta Demográfica y de Salud Familiar (Endes), también del INEI, agrega otra arista al retroceso en la calidad de vida de los peruanos. Los resultados señalan que durante el 2022 la tasa de anemia infantil –es decir, entre niños y niñas de 6 a 35 meses– llegó al 42,4%. La cifra es pasmosa y supera significativamente los datos del 2021, cuando registró 38,8%. Los resultados del año pasado son similares, más bien, a los que se tenían en el 2011, con una incidencia entonces del 41,6%. Es decir, luego de más de una década, el Perú sigue en el mismo punto que antes con respecto a la anemia infantil.
Según la última información disponible del Banco Mundial para menores de 5 años, el Perú tenía una tasa de anemia nueve puntos porcentuales mayor que el promedio de América Latina y el Caribe. Y los promedios nacionales, además, ocultan la disparidad entre regiones. En Puno, Ucayali y Huancavelica, por ejemplo, dos de cada tres menores presentan anemia. De hecho, en 10 regiones, más de la mitad de los niños tienen esta condición, y ninguna región se halla en una categoría leve (por debajo del 20% de incidencia).
Esto es un fracaso sin atenuantes. No solo porque los niveles absolutos son de escándalo, sino porque ni siquiera se ha logrado una tendencia progresiva a la baja. A diferencia de otros problemas de política pública cuyo daño puede ser subsanado, no es el caso de la anemia. Los niños afectados tendrán desarrollos físicos, sociales e intelectuales menos robustos, y un sistema inmunológico debilitado. Las consecuencias para el niño o niña a mediano plazo son graves, y también lo son para una sociedad con una prevalencia tan generalizada de una condición que afecta el desarrollo ciudadano pleno.
Intervenciones como Qali Warma ayudan, pero obviamente son insuficientes. Más y mejor inversión en agua limpia y desagüe es indispensable para evitar enfermedades diarreicas. Otras experiencias de reducción de anemia exitosas en el ámbito local y regional pueden replicarse. A través de una mejor gestión local y comunitaria, por ejemplo, Unicef impulsó una reducción de la anemia de 56% a 38% en el distrito de Huamanguilla, provincia de Huanta, en Ayacucho. De hecho, se tienen décadas de trabajo de diversas instituciones –públicas y privadas– que demuestran los tipos de estrategias que funcionan y los que no.
El problema no es, pues, la falta de una ruta clara. El problema es que, al ser un asunto en el que intervienen muchas organizaciones (gobiernos locales, gobierno regional, Ministerio de Salud, Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social, Essalud, empresas proveedoras de alimentos y suplementos, las propias comunidades, etc.), la articulación se hace lenta, difícil y, finalmente, poco efectiva. En resumen, es un problema de falta de liderazgo y de voluntad política. La severa prevalencia de la anemia no se va a resolver en pocos años, pero por lo menos el país debería ser capaz de implementar una estrategia que la reduzca progresivamente, aun si la economía no avanza a gran velocidad. No estamos ni ahí, y el costo lo pagarán millones.