A dos años de que se inicie la campaña electoral –la del 2026, decimos, que a estas alturas aparece como una fecha ya inamovible–, 25 son los partidos que se encuentran inscritos en el Registro de Organizaciones Políticas y nueve los que buscan lograr este estatus en los próximos meses.
Entre los segundos se hallan agrupaciones que perdieron su inscripción en las últimas elecciones (como el Partido Popular Cristiano, PPC), otros que no pudieron conseguirla pese a haberlo intentando (como Nuevo Perú), y algunas más que vienen siendo impulsadas por congresistas actuales (como el Partido Político Popular Voces del Pueblo de Guillermo Bermejo o el Partido Unidad y Paz de Roberto Chiabra). Si todos ellos logran culminar el proceso con éxito, nada menos que 34 partidos estarían formalmente habilitados para presentar candidatos en la próxima elección… Un número que traería innumerables problemas para la democracia y la gobernabilidad, que no pasan precisamente por un buen momento.
Como es evidente, los ciudadanos no podrán leer los planes de gobierno, comparar las propuestas, seguir las entrevistas o escuchar la intervención en los debates de más de 30 postulantes (solo para dar una idea de lo que esto significa, en las elecciones presidenciales argentinas del año pasado se enfrentaron cinco candidatos; en las colombianas del 2022, seis; y en las chilenas del 2021, siete). Y ni hablar de los aspirantes al Congreso de la República, a los que será sencillamente imposible seguirles la pista, lo que, combinado con la probada negligencia de los partidos políticos al momento de revisar los antecedentes de sus candidatos, dará como probable resultado la elección de legisladores que luego terminan siendo procesados o arrestados, como ha ocurrido en este período.
Ese, por supuesto, no sería el único inconveniente derivado de la imposibilidad de los electores de informarse sobre una vastedad de candidatos. Como ha mencionado la politóloga Katherine Zegarra en entrevista con este Diario, al verse urgidos de destacar entre el barullo de la oferta electoral, los partidos podrían verse tentados de diferenciarse por temáticas (como, por ejemplo, la de la inseguridad ciudadana) para encontrar un nicho dentro de los votantes que les asegure por lo menos el paso a la segunda vuelta. Esto, como es lógico, provocará que se vuelvan monotemáticos, cuando la realidad es que los problemas que deberán resolver una vez instalados en el gobierno no lo son. Ya hemos visto durante la gestión del expresidente Pedro Castillo los riesgos para un país de contar con un mandatario y subordinados incompetentes, que son incapaces de abordar con un mínimo de solvencia problemas acuciantes para el país, como la desaceleración económica o la violencia contra la mujer, por mencionar solo dos ejemplos.
Además, vinculado con lo anterior, la proliferación de aspirantes en un contexto de alta polarización contribuirá a fortalecer los extremos (un problema que se ha visto en otras democracias alrededor del globo). Ello debilitará las posiciones moderadas (esto es, aquellas que proponen soluciones puntuales y bien pensadas para atacar los múltiples problemas que afligen al país) en beneficio de las propuestas que buscan refundarlo todo (a través de una asamblea constituyente) o que apelan al efectismo para ganar notoriedad y, en última instancia, votos.
Es improbable que existan 34 visiones de país. Lo que correspondería es que los partidos que tienen propuestas en común busquen forjar alianzas en lugar de canibalizarse por los votos de un mismo bolsón electoral. Además, porque muchas veces las fricciones en campaña dificultan que, una vez instalados en el Congreso, dos bancadas con afinidad puedan formar coaliciones o impulsar una agenda de reformas de manera común (el ejemplo más claro de esto es lo ocurrido a partir del 2016 con Fuerza Popular y Peruanos por el Kambio, pero no es el único).
Está bien que más ciudadanos quieran ingresar a la política. Eso es lo que necesitamos en esta coyuntura de crisis. Pero hacerlo formando nuevos partidos que se parecen en ideas a otros ya existentes no equivale a ampliar la oferta electoral; más bien, la fragmenta.