Una cosa es el vocero, y otra, el portavoz. Eso, por lo menos, es lo que cabe concluir de los intentos de explicación en los que se ha enredado el Ejecutivo en estos días, a propósito de las funciones del flamante vocero del despacho presidencial, Fredy Hinojosa Angulo. A decir verdad, la descripción que se hizo originalmente del rol asignado a este último generó la sensación de que iba a desplazar en alguna medida al presidente del Consejo de Ministros en lo que toca a su responsabilidad, establecida por mandato constitucional, de ser el portavoz oficial del gobierno. Los intentos posteriores de aclarar la figura, además, no contribuyeron a despejar las dudas.
En un video divulgado la semana pasada, el propio Hinojosa señaló: “Damos inicio a un canal de comunicación directa desde la presidencia de la República con la finalidad de proporcionar a la ciudadanía detalles importantes [con] respecto a las actividades que se desarrollan en Palacio de Gobierno con la presencia de la presidenta constitucional de la República”. Y como una “comunicación directa” supone una modulación no intermediada de lo que la jefa del Estado tiene que trasmitir a la ciudadanía, las preguntas sobre la superposición de funciones surgieron de inmediato. En un esfuerzo por deslindar qué tarea correspondería a cada uno, el titular del Gabinete, Gustavo Adrianzén, apareció un día después a subrayar que el recién designado vocero se limitaría a proveer información sobre las actividades en las que cotidianamente participaría la mandataria. “El artículo 123 [de la Constitución] establece que, después de la presidente de la República, el presidente del Consejo de Ministros es el portavoz autorizado del gobierno”, sentenció… Sin embargo, esta semana, Hinojosa abordó materias como la posibilidad de cambios en el Gabinete o la pertinencia de que la prensa se interese por cuestiones que definió como propias de “la intimidad personal” de la gobernante. Un discurso que a todas luces rebasó la mera recitación de la agenda presidencial de la fecha.
El enredo, a nuestro juicio, se vincula directamente con los problemas que tiene la presidenta Dina Boluarte para salir a declarar frente a los medios. Como se sabe, eso es algo que no ocurre desde hace más de un mes (la última vez que lo hizo fue el 5 de abril). Tras las contradicciones en las que entró con relación al origen de los relojes de alta gama y pulseras que se la había visto lucir en más de una circunstancia, ella optó por rehuir a los micrófonos y las cámaras, y la demanda por tener noticias oficiales sobre la posición del Gobierno acerca de una infinidad de asuntos no hizo sino incrementarse día a día. Peor aun cuando de boca del propio Adrianzén hemos conocido que la mandataria estuvo ausente en los últimos días por una “afección pulmonar severa” de la que no nos hemos enterado sino hasta ayer.
Sobre Adrianzén, dicho sea de paso, queda claro que sus habilidades retóricas no son las mejores. No sería de extrañar, por eso, que alguien hubiese tenido la luminosa idea de que lo que hacía falta era designar a un vocero del Ejecutivo que pudiera abordar los temas que interesaban al periodismo y la opinión pública sin realmente comprometer a quienes formaban parte del Gobierno. Al final del día, ante cualquier situación apremiante, él podía decir que la información que se le requería estaba fuera de su alcance. Y, si incurría en algún despropósito, siempre se podría tomar distancia de lo que había dicho arguyendo que se trataba de la palabra de un funcionario menor.
El problema, no obstante, es que la mencionada función ya existía y estaba asignada a una persona que, después de la mandataria, es la que en mayor medida puede comprometer a la administración que representa. No había que ser un adivino, desde luego, para anticipar el resultado del experimento: una multiplicidad de voces oficiales abordando los mismos temas sin que nadie pueda establecer cuál es la que merece atención. Pero en el Gobierno, al parecer, solo se enteran de estos despropósitos cuando ya es demasiado tarde.