Martín Vizcarra ha pasado de ser un autonombrado héroe anticorrupción a uno de los jefes del Estado más cuestionados de los últimos años. Asimismo, pasó de ser un presidente popular por la manera severa –aunque no del todo efectiva– en la que eligió enfrentar la pandemia del COVID-19 a un funcionario que se vacunó en secreto, junto con su esposa y su hermano, para preservar su salud antes que la del personal médico de primera línea. Todo envuelto en un manto de mentiras descaradas.
La lección que nos da este episodio es solo la más reciente en el curso intensivo que nos han dado nuestros políticos en los últimos cinco años y apunta a un solo y triste sentido: todos los funcionarios son dignos de sospecha hasta que demuestren lo contrario. Incluso servidores públicos como la exministra de Salud Pilar Mazzetti, que suscitaban confianza y parecían trabajar con ética y diligencia, nos han decepcionado de la peor manera, cayendo, en su caso, en la tentación de aprovechar su posición privilegiada para hacerse de un bien escaso y vital.
En ese sentido, lo aprendido incluye tener claro que los pergaminos académicos y las nutridas historias de vida y servicio no son obstáculo para actuar en perjuicio del Estado y a favor de intereses particulares. Los ejemplos van desde el expresidente que pasó de lustrar botas a estudiar en Stanford, y que hoy es investigado por recibir millones de dólares de una firma brasileña, hasta el reputado investigador de la Universidad Peruana Cayetano Heredia que apañó y facilitó un proceso de inoculación clandestino reñido con la ética y el interés público.
Aunque el caso de la inmunización del exmandatario y sus allegados golpea de forma distinta, al darse en un contexto en el que muchos peruanos han muerto y otros tantos se encuentran luchando por sus vidas, no es el primer escándalo por políticos que hacen mal uso de sus puestos. El Caso Lava Jato es quizá el más llamativo, al alcanzar de alguna u otra manera a casi todos los presidentes que hemos tenido este siglo (Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra) y que habrían recibido dinero a cambio de beneficiar a diferentes compañías (como Odebrecht) en los procesos de licitación de obras. Añádase ejemplos como el del Caso Los Cuellos Blancos del Puerto, con representantes del Poder Judicial que condicionaban su trabajo a los favores que les pedían sus “hermanitos” y la podredumbre que nos aqueja está completa.
Además, estos hechos y todo lo que se sabe sobre las acciones de Martín Vizcarra deben llevarnos a una reflexión seria sobre el papel del maniqueísmo en nuestra política. No estamos, pues, ante un enfrentamiento entre buenos y malos, donde los primeros persiguen entre bombos, platillos y respaldo popular a los segundos. Lamentablemente, el beneficio de la duda hoy no puede asistir a nadie y la vigilancia y fiscalización ejercida por los medios de comunicación y la ciudadanía cobra especial importancia.
Las elecciones que se celebrarán el 11 de abril son una oportunidad ideal para que el país pueda utilizar la decepción acumulada para elegir mejores autoridades. Ello incluye, por un lado, conformar un Congreso que no siga siendo cómplice de intereses subalternos y fuente de blindajes a personajes envueltos en casos de corrupción y, por otro, encargar el Poder Ejecutivo a un líder que no se haya mostrado indulgente con quienes se han aprovechado del Estado Peruano. La tarea, empero, está lejos de ser sencilla dada la oferta disponible.
Pero solo así podemos empezar a procurar una mayor asepsia en el sector público. Esta es la oportunidad para evaluar seriamente planes de gobierno, revisar los antecedentes de los postulantes y considerar la pertinencia de las propuestas planteadas. No se trata, claro, de un proceso que empiece y termine con las personas que elegimos para representarnos, incluye la vigilancia constante de todos los ciudadanos, que deben exigir que nuestros políticos rindan cuentas por sus actos.
Contenido sugerido
Contenido GEC