El primero en denunciarlo internacionalmente fue, hace unos días, el ex presidente de Colombia Andrés Pastrana, pero la existencia de una prisión subterránea en la que el gobierno de Nicolás Maduro retiene y tortura, desde hace cinco meses, a tres estudiantes que participaron en las protestas pacíficas del año pasado, era conocida hace algún tiempo. La cárcel, denominada macabramente La Tumba, está ubicada 5 pisos por debajo de la superficie y es llevada por el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin). En las siete celdas de las que consta no hay ventanas, ni luz o ventilación natural; y lo único que se escucha desde su interior es el paso del tren subterráneo. De piso y paredes blancas, cada celda mide tres por dos metros, lo que apenas deja espacio para una cama y una mesa de cemento, también blanco. Salvo el gris de las rejas, en realidad, en la prisión no hay otro color que el blanco. Y en ella los detenidos pasan las 24 horas del día, sin salir al exterior ni comunicarse entre sí, bajo el ojo vigilante de las cámaras de video y los micrófonos de la policía.
Los tres estudiantes que hace meses viven en esas condiciones son Lorent Saleh, Gabriel Valles y Gerardo Carrero. Y según Tamara Sujú Roa, miembro del Foro Penal Venezolano, las múltiples denuncias de los abogados y familiares de esos jóvenes no han impedido que el Sebin continúe sometiéndolos a torturas tan crueles como elaboradas. Por ejemplo, durante el primer mes de reclusión, les dejaron una luz blanca permanentemente encendida –es decir, a lo largo de las 24 horas del día– para que así perdieran la noción del tiempo. De noche, por otra parte, cuando quieren castigarlos, ponen el aire acondicionado a cero grados.
Cabe preguntarse: ¿Además de la exhibición de poder, tienen acaso alguna utilidad tales torturas? Para el abogado Omar Mora Tosta, director de la ONG Justicia y Proceso, el propósito de La Tumba no es otro que practicar lo que en derecho humanitario se conoce como la “muerte blanca”; vale decir, el quebrantamiento de la voluntad de los detenidos para obligarlos a firmar documentos en los que se declaran culpables y comprometan a terceras personas. Una práctica de reminiscencias estalinistas.
Con todo, pese a las terribles condiciones en las que viven, hay que decir que puede que estos estudiantes sean comparativamente afortunados frente a los próximos protestantes que pudieran ser detenidos. Así lo hace temer la resolución 008610 del Ministerio del Poder Popular para la Defensa venezolano, que autoriza el uso de armas de fuego por parte de las Fuerzas Armadas para reprimir reuniones y manifestaciones públicas.
No obstante lo pavoroso de esta situación, hay algo que debería preocupar más aun que el permanente daño que el gobierno de Nicolás Maduro inflige a la psique y el cuerpo de los encarcelados con sus medidas: la indolencia con la que los gobiernos latinoamericanos han tratado hasta ahora el tema. Es alarmante que, luego de las declaraciones del ex presidente Pastrana –quien con motivo de su frustrada visita al líder opositor Leopoldo López denunció que “en Venezuela hay 83 presos políticos y casos aberrantes como son los de las tumbas, a cinco pisos bajo tierra con aire acondicionado a temperaturas por debajo de cero, donde meten a estudiantes que protestan y que no ven la luz en tres y cuatro meses”–, el único gobierno que haya sentado posición sobre la situación en Venezuela sea el de Barack Obama. Este lo hizo a través de una conferencia de prensa que concedió su asesor adjunto de seguridad ciudadana, Ben Rhodes. Pero tras esa declaración de Estados Unidos, ningún país del continente ha dicho cosa alguna respecto de los horrores de esta ‘tumba’ literalmente expuesta.
A un año del inicio de las protestas estudiantiles contra el régimen de Nicolás Maduro, acaso esa sea la explicación de sus agradecimientos “al Alba, a Unasur, a la Celac y a los gobiernos de América Latina y el Caribe por ser ellos el escudo protector que, con su voluntad firme y clara”, lo protege y ayuda. Como bien sabe el mandatario llanero, la indiferencia es en la práctica una de las formas de la complicidad en este tipo de trances políticos internacionales. No por gusto reservó Dante para las almas de quienes la cultivaron en vida, un castigo en las puertas del Infierno que consistía esencialmente en el desprecio.