"El punto central en todo el meollo es un mal diseño de política pública que explica que el Perú sea un país especialmente informal en el mundo"
"El punto central en todo el meollo es un mal diseño de política pública que explica que el Perú sea un país especialmente informal en el mundo"
Editorial El Comercio

La semana pasada, la Unidad de Análisis Económico de este Diario recordó que el en el país suma ya 42 meses continuos de expansión y está próximo a llegar a la cifra récord de 13 millones de trabajadores sin protección alguna del Estado en su actividad productiva diaria. Ello representa el 73% del empleo en el país.

A pesar de la retórica política habitual sobre el combate a la informalidad, lo cierto es que estos datos no causan ya sorpresa. Desde hace aproximadamente ocho años las reducciones en las tasas de informalidad han sido nulas o muy pobres, a tal punto que –décimas más, décimas menos– en el imaginario nacional la informalidad es siempre poco más del 70% de trabajadores, y no ha habido necesidad de actualizar esa imagen colectiva en casi una década.

Como cualquier fenómeno complejo, las causas de la informalidad son variadas y trascienden lo puramente económico. No toda informalidad, además, es igual. La informalidad del sector rural es estructuralmente distinta que la urbana, la situación de los independientes difiere de la de los dependientes, e incluso dentro de estos últimos no es lo mismo la informalidad laboral en empresas formales que en empresas informales.

Sin embargo, a pesar de estas diferencias significativas, hay aristas comunes. El punto central en todo el meollo es un mal diseño de política pública que explica que el Perú sea un país especialmente informal en el mundo, dado su nivel de riqueza promedio. Disposiciones laborales, tributarias y burocráticas que fallan en entender la realidad productiva de la mayoría de peruanos tienen como consecuencia que casi tres de cada cuatro peruanos trabajen hoy al margen de la ley.

Lo cierto es que, a la fecha, ningún gobierno o Congreso de las últimas décadas ha tenido la valentía política y el interés de hacer los cambios que se requieren para empezar a cerrar en serio las brechas de informalidad. Ninguna norma solucionará de golpe un problema tan extendido y endémico, pero eso no implica que la situación deba permanecer, como hasta hoy, desatendida por olvido, desinterés y negligencia. Los regímenes tributarios para mypes, los sobrecostos laborales, el salario mínimo, la capacitación para el trabajo, y un sinfín de asuntos vinculados, forman parte de la agenda que no se ha querido tocar.

En los siguientes años, la irrupción de la tecnología puede dar nuevas herramientas para incluir a los hoy excluidos de la formalidad, pero también ajustar el mercado laboral de modo que sea más difícil conservar un empleo tradicional –sobre todo si se mantienen muchas de las estructuras laborales arcaicas que la legislación nacional impone–.

Desde un punto de vista más amplio, la extendida informalidad genera hoy, por añadidura, una suerte de pacto social cínico: ni el Estado puede exigir el cumplimiento de sus normas a los ciudadanos, ni los ciudadanos tienen derecho real a exigir los servicios básicos que el Estado debe proveer. Es una situación de equilibrio sin duda, pero un equilibrio pobre y que deja de lado los valores republicanos mínimos de una sociedad moderna.

Después de todo, lo que realmente importa de la formalidad es la oportunidad que se le da a los trabajadores de insertarse en un circuito de mayor productividad y salarios, de tener pensión de jubilación y acceso a salud, de colaborar con el financiamiento de bienes públicos, y de protección legal ante cualquier abuso. Si desde el Estado estos asuntos tan básicos no son ya una prioridad, mejor saberlo desde ahora para no gastar más recursos y tiempo en discursos vacíos de combate a la informalidad, cuando en realidad desde hace décadas se ha hecho muy poco para enfrentarla.

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