Ayer, el presidente Martín Vizcarra dio un mensaje a la nación de casi diez minutos que, en buena cuenta, podría sintetizarse en la propuesta que lanzó hacia el final del mismo: “Mi gobierno ha decidido plantear [una] cuestión de confianza al Congreso de la República para cambiar las reglas de la elección de los miembros del Tribunal Constitucional (TC)”. Aún a la espera de conocer cómo el Legislativo procesará este pedido, la jugada del Ejecutivo deja algunas reflexiones iniciales.
Para comenzar, es saludable que el presidente, tal y como sostuvimos ayer, haya evitado plantear medidas que solo hubieran servido para estirar aún más las costuras de nuestra institucionalidad. Proponer, por ejemplo, una discutible cuestión de confianza para resucitar un proyecto de ley que ya había sido encarpetado (como el adelanto de elecciones) solo habría servido para reembarcarnos, a todos, en otro vórtice de interpretaciones jurídicas cruzadas y debates sempiternos y polarizadores sobre la viabilidad de la propuesta. Un escenario cuya rentabilidad para el Gobierno, además, no quedaba del todo clara.
En buena cuenta, pues, el Ejecutivo ha despejado los fantasmas que existían luego de su advertencia lanzada en la víspera de que no se quedarían con los “brazos cruzados”.
En línea con lo anterior, la mayoría de especialistas consultados asegura que la confianza anunciada sería lícita y se enmarcaría dentro de las potestades que la Constitución le otorga al presidente para solicitarla por normas de rango menor al constitucional (como lo es la ley orgánica del TC). Lo que no quita, por supuesto, que otros han puesto en duda su viabilidad.
Como es evidente, la iniciativa de Vizcarra solo tiene sentido en la medida en que pueda ser revisada antes de la elección de los seis nuevos magistrados del TC, prevista para este lunes. Sería poco útil, se entiende, que el Congreso atienda el pedido del jefe del Estado –que ha expresado su preocupación por la forma como se ha preparado este nombramiento en particular– una vez hechas las designaciones. Más aún cuando el proceso en cuestión carga una ristra de manchas. No solo se trata de que, como ya hemos mencionado desde esta página, los plazos que ha corrido esta elección han sido clamorosamente constreñidos (se han tomado cinco días para un proceso que, en los últimos diez años, ha tardado en promedio 91). Tampoco se trata, además, de que al menos cuatro de los postulantes registren conversaciones con los magistrados implicados en el escándalo de los CNM audios y que una de ellas, inclusive, haya intentado sorprender a la opinión pública alegando inicialmente que su voz podría haber sido simulada por un tercero.
Ayer, también, una jueza del TC denunció que había sido presionada para que resuelva en determinado sentido en un caso que involucra a la lideresa de la fuerza política más importante (esto es, la que tiene mayores votos para ungir a los magistrados) en el Congreso. Una denuncia que, por supuesto, debe ser aclarada identificando a la persona que realizó tan grave admonición.
Ante ello, sin embargo, no podemos olvidar que si el Congreso decide posponer la confianza para después de la elección de los magistrados, tampoco estaría quebrando ninguna normativa.
Dicho todo lo anterior, vale destacar lo preocupante que resulta que, de un tiempo a esta parte, el presidente se haya habituado a gobernar echando mano de una herramienta extraordinaria como la cuestión de confianza (es la tercera vez que la plantea). Gobernar así implica, en buena cuenta, manejarse en base a las amenazas y estas, como sabemos, no tienen otro desenlace que el estéril enfrentamiento político.
En fin, el Perú necesita salir de este período de rencillas e incertidumbre que afecta la economía y, en general, el desarrollo de políticas públicas en beneficio de los ciudadanos.