Ayer, a través de un comunicado, el Ministerio de Relaciones Exteriores dio a conocer que en la noche del sábado el ex presidente Alan García acudió a la Embajada de Uruguay para solicitar asilo en dicho país. Como se sabe, ese mismo sábado el Poder Judicial había dictado una orden de impedimento de salida del territorio nacional por 18 meses para García por las investigaciones que se le siguen en el caso de la línea 1 del metro de Lima (una obra inaugurada durante su segundo gobierno, por la que la propia empresa Odebrecht ha reconocido que pagó millonarios sobornos y que ha llevado a prisión preventiva a algunos altos funcionarios ligados al proyecto, incluido un ex viceministro).
Tan pronto supo que no podía dejar el país, el señor García había escrito en sus redes sociales: “Nos allanamos para que nadie piense que ocultamos algo. Y para mí no es una sanción estar 18 meses en mi patria”. Hoy, sin embargo, sabemos que el señor García no se allana y que, por el contrario, tiene prisa por abandonar ‘su patria’. En otras palabras, que nos mintió burdamente. Y no solo a nosotros, sino también al juez Sánchez Balbuena, al que le remitió un escrito –firmado por sus dos abogados– en el que le informaba su “allanamiento absoluto […] con el único propósito de facilitar las investigaciones”.
Es cierto que algunas de las medidas que se vienen adoptando en el contexto de las investigaciones del Caso Odebrecht a diversos políticos no están exentas de críticas. Después de todo, la democracia también permite exhibir discrepancias con las decisiones de la justicia. Sin embargo, también es cierto que estos procedimientos se han venido ventilando en las instancias judiciales, con las garantías que protege un Estado de derecho, por lo que no cabe hablar aquí ni de persecución política ni de justicia politizada.
En el Perú, como sabe cualquier observador mínimamente informado, no existe una dictadura ni una justicia cooptada por un régimen tiránico, como viene ocurriendo, por poner un ejemplo cercano, en Venezuela. A no ser, claro está, que uno mire los hechos a través de los lentes del aprismo. Pues de un tiempo a esta parte han sido el señor García y sus correligionarios, como los legisladores Javier Velásquez Quesquén y Jorge del Castillo, los que han blandido irresponsablemente la tesis de que el país se estaría encaminando a un “inminente golpe de Estado” o a otro “5 de abril”. Una conjetura que no por ruidosa deja de ser irrisoria.
El señor García no está siendo investigado ni por sus ideas o por sus proclamas políticas ni por oponerse al poder de turno. Está siendo investigado por las serias sospechas de corrupción en su segundo gobierno. En ese sentido, no puede ser considerado un perseguido político y, por consiguiente, no debería proceder su solicitud de asilo en Uruguay. Confiamos en que el país oriental le cierre dicha puerta de escape.
Por otro lado, es claro que, con su intento por evadir la justicia nacional, el señor García ha revelado de manera elocuente cuán grave percibe su propia situación legal. A partir de ahora, cualquier otra proclama que lance asegurando que no tiene nada que temer o que siempre se ha plegado a todo requerimiento de la justicia no serán más que meros ejercicios retóricos.
De igual manera, el señor García se ha unido al ignominioso corrillo de ex mandatarios, como Alejandro Toledo o Alberto Fujimori, que prefirieron fugarse del país para esquivar la acción de la justicia antes que quedarse a afrontar sus procesos como les exige la misma Constitución que juraron defender. Algo que, por el contrario, sí hicieron otros políticos inmersos en trances parecidos, como Keiko Fujimori, Ollanta Humala o Pedro Pablo Kuczynski.
Nada de esto, claro está, quiere decir que el dos veces mandatario sea culpable de los hechos que se le imputan. Pero ahora las sospechas sobre su culpabilidad adquieren una tonalidad más espesa. Después de todo, gestos como estos alimentan la sensación de que, a juicio de los demás, el señor García sí tiene algo que temer.