La reciente disolución del Congreso por parte del presidente Martín Vizcarra ha tensado al máximo el marco constitucional; marco que –hoy notamos– quizá no estaba del todo acondicionado para enfrentar una situación límite como la que se desenvolvió a inicios de semana.
Inevitablemente, el fuerte remezón a los cimientos institucionales del país debilita también la firmeza de su sistema económico. Es difícil encontrar un analista económico que no haya expresado preocupación por el impacto de los últimos sucesos sobre los mercados, la producción o el empleo.
Hay motivos de diverso calibre para su angustia. En primer lugar, si la incertidumbre política trae vientos opuestos a la predictibilidad que requiere la inversión privada, el Perú se habría comprado una pequeña tormenta. ¿Cuál será la línea de acción que seguirá el Gabinete liderado por el nuevo primer ministro Vicente Zeballos? Después de todo, algunos nombres del nuevo equipo entusiasman bastante menos que otros, y sobre varios se ciñen solo interrogantes. ¿Cuál será la relación del Ejecutivo con la Comisión Permanente del Congreso y qué rol le tocará cumplir al Tribunal Constitucional en este embrollo? ¿Es factible un escenario de elecciones generales en los siguientes meses? Todas estas son dudas razonables que un inversionista cauto o una familia evaluando una compra importante –como una hipoteca– podrían bien plantearse antes de seguir adelante. Paradójicamente, la propuesta de adelanto de elecciones tuvo como objetivo evitar, precisamente, un escenario de incertidumbre prolongada como este.
En segundo lugar, y de manera aún más significativa, el riesgo de que la crisis política lleve a cambios en los fundamentos económicos no es menor. Sin necesidad de caer en extremismos o de ver al fantasma del comunismo recorriendo el país, no es difícil observar que el desenlace de la crisis actual es precisamente el que pedían los grupos de izquierda para avanzar su agenda, como mencionamos en estas páginas ayer.
El panorama se agrava en el contexto de las próximas elecciones parlamentarias. Inevitablemente, será un proceso electoral improvisado, con partidos a medio armar, y candidatos cogidos al vuelo con poco que perder. ¿Qué seguridad jurídica puede dar un Congreso elegido así, a salto de mata, posiblemente muy fragmentado, y que durará además un año y medio? Este corto tiempo parlamentario, sin embargo, es suficiente en número de legislaturas para hacer reformas constitucionales, fraguadas al calor de la insatisfacción ciudadana y el populismo irresponsable, que podrían infligir un daño irreparable sobre la estructura económica.
Los pilares económicos fundamentales a defender son pocos, pero son. Entre estos se cuentan la prohibición del Estado de participar en actividades empresariales –salvo ley expresa y por alto interés público–; la inviolabilidad de la propiedad privada; la independencia del BCR; la responsabilidad fiscal; la integración económica con el mundo; la libertad de mercado, y pocos más. Este modelo, con sus limitaciones, imperfecciones y espacios de mejora, ha permitido un salto nunca antes visto en la calidad de vida de los peruanos.
El trasvase lógico desde la desilusión ciudadana con el contexto político actual hacia un pedido popular de reforma económica estructural no es obvio ni legítimo, pero puede ser hábilmente construido y manipulado por aquellos viejos especialistas en diseñar narrativas acordes con su agenda política de desintegración del sistema. En un Congreso de poca representatividad, solidez y preparación como el que se avecina, y en medio del caos político y las acusaciones de corrupción de las que todos han sido testigos en los últimos años, la oportunidad se les presenta madura.
Si bien la propuesta de reformas constitucionales profundas ha sido derrotada en repetidas ocasiones en las urnas y no aparece hoy como el escenario más probable, perder de vista el duro contexto político del que vienen cargados los próximos comicios podría resultar una negligencia demasiado cara.