Una nota aparecida dos días atrás en este Diario informa que, si las elecciones generales adelantadas se celebrasen este año (tal y como plantean diversos sectores políticos con o sin presencia en el Congreso), 17 partidos podrían competir (un número de por sí bastante alto que ameritaría una reflexión aparte por los serios problemas que esta proliferación nos ha causado, sin ir más lejos, en el último proceso electoral). Trece de ellos porque tienen su inscripción vigente en el Registro de Organizaciones Políticas (ROP), y otros cuatro porque estarían por redondearla en los próximos días. Aparte de ello, existen otras once agrupaciones que llevan adelante el mismo esfuerzo, pero están un poco más lejos de la meta.
Entre los partidos que aspiran a culminar frente al ROP el proceso señalado hay, sin embargo, algunos que, más que inscribirse, lo que buscan es reinscribirse. Es decir, que, habiendo estado inscritos y aptos para participar en comicios de toda índole, tuvieron una pobre performance en las ánforas la última vez que lo hicieron y, de acuerdo con la legislación en vigor, perdieron esa condición.
Es cierto que algunos de ellos tienen reclamos pendientes –y, en varios casos, bien fundados– sobre el trato que les dispensaron las autoridades electorales en las elecciones del 2021, pero eso no agota la explicación del desapego que inspiraron en aquella oportunidad o en alguna otra en sus habituales votantes. Tal desapego, en realidad, tiene en esencia las mismas motivaciones que el rechazo que experimentan hoy de parte de la población los partidos que nunca salieron del ROP, pero se asoman a los próximos comicios con perspectivas poco alentadoras. A saber, la sensación de que la representación política que encarnan está viciada, ya sea porque no impulsan las iniciativas a las que se comprometieron durante la campaña o porque, a poco de haber iniciado el ejercicio de sus funciones, los candidatos que colocaron en el Legislativo o el Ejecutivo mostraron su entraña ventajista o corrupta.
No es de extrañar, por eso, que buena parte de las reformas que muchas voces (entre ellas, este Diario) conminaban al Congreso a discutir antes de convocar las siguientes elecciones tuviera por objeto atacar esos problemas. La idea general parecía o parece ser que, si los propios partidos no tenían la disposición para corregir esas, digamos, deficiencias, la normatividad electoral se encargaría de obligarlos. La eventual efectividad de una medida así es, por cierto, dudosa, pero con prescindencia del escepticismo que podían despertar, ahora parece que el calendario no dará para implementarla.
Esa circunstancia, no obstante, no impide la figura inversa. Esto es, que los propios partidos exhiban por una vez la vocación de enmendar tales problemas y, en lugar de esperar que la reforma les venga impuesta desde afuera, la hagan efectiva desde adentro. El razonamiento vale para todas las organizaciones políticas, pero especialmente para aquellas que ya perdieron una vez su inscripción. La importancia de operar esos cambios tendría que ser para ellas más que evidente.
Si se demanda, por ejemplo, que los sentenciados por terrorismo o corrupción no puedan postular a cargos de elección popular, ¿no pueden acaso los partidos establecer internamente ese filtro? Y si se considera conveniente exigir un mínimo nivel de instrucción en quienes vayan a formular las leyes o decidir los destinos del país por cinco años, ¿no podría correr la responsabilidad de establecer esa valla por cuenta de las agrupaciones que se aprestan a pedirle a la ciudadanía el voto para esas personas?
La catadura moral de los eventuales postulantes a la presidencia o al Parlamento, por otra parte, muchas veces es conocida de antemano por quienes los rodean en sus organizaciones de origen sin que ello sea impedimento para que estas les extiendan su respaldo… Y luego, una vez producido lo que era fácil de anticipar, traten de desentenderse de lo ocurrido.
La lista de las precauciones susceptibles de ser adoptadas internamente por los partidos es más larga, pero lo que importa destacar aquí es la reflexión general: la reinscripción debería ser para las agrupaciones que pasan por ella una ocasión de reforma, pues, de lo contrario, es probable que pronto las veamos otra vez en el mismo trance por el que hoy atraviesan.