Cincuenta disparos fueron los que segaron la vida de alias ‘La Tota’, su esposa, sus padres y dos de sus hijos, en San Miguel, el pasado 6 de febrero. Todo en apenas 26 segundos. Por el lugar y el momento en que ocurrió (mediodía de una zona concurrida), y por su ferocidad (los gatilleros no vacilaron en dispararles a dos adultos mayores y dos menores de edad), la masacre sacudió a todo el Perú, pero viéndola a la luz de las estadísticas, su impacto se diluye. Es apenas un número más de un problema que ha venido multiplicándose peligrosamente en los últimos dos años.
El martes, por ejemplo, en plena noche de San Valentín, dos sicarios dispararon 17 veces contra José Lorenzo Mayanga Ibarra, que registraba antecedentes penales, y su pareja cuando se encontraban cenando en un restaurante en el Mall Aventura Plaza, en Santa Anita, e hirieron gravemente a ellos y a unos comensales que, por desgracia, se encontraban cerca. Una semana atrás, en Huachipa, se encontró el cuerpo de alias ‘Cholo Max’, que era buscado por la policía, con más de 20 impactos de bala. Y en octubre pasado, en Huaycán, desconocidos dispararon más de 25 veces contra una mototaxi en la que viajaban cinco personas, incluyendo una bebe de 10 meses que resultó gravemente herida.
Solo entre setiembre pasado y enero último, este Diario ha contado casi 170 asesinatos por encargo en Lima. Eso, por supuesto, sin incluir los del resto del país, que son materialmente imposibles de rastrear. En el 40% de estos crímenes, además, el tirador no solo acabó con la vida de su objetivo, sino que se empeñó en acribillar a todos aquellos que lo acompañaban, sin importar si estos últimos eran menores de edad o si se trataba de acompañantes circunstanciales de la víctima. Pero este no es el único dato escalofriante.
Como han reportado fotógrafos de El Comercio que cubren casos de sicariato, en los últimos años no solo ha aumentado la cantidad de víctimas, sino también de proyectiles detonados por los atacantes. Si hace dos décadas los sicarios disparaban apenas uno o dos tiros, ahora pueden hacerlo hasta 60 veces, no solo porque las armas que utilizan han sido modificadas artesanalmente para ampliar la capacidad de la cacerina de las pistolas, sino porque ahora los asesinatos suelen encargarse a jóvenes inexpertos (incluidos menores de edad) que aceptan trabajos por un puñado de soles y que jalan del gatillo hasta exprimir el cargador solo para asegurarse de que han cumplido su tarea.
Este incremento de los asesinatos por encargo, sin embargo, no es espontáneo: viene de la mano de un auge de las extorsiones, pues el sicario es el último eslabón de este delito, al que contratan para ejecutar las amenazas del extorsionador. Como ha explicado el exministro del Interior Rubén Vargas en una columna publicada esta semana en este Diario, los casos de extorsión denunciados ante la policía han pasado de los 1.637 del 2019 a los 13.694 del año pasado. Y eso solo hablando de los que se denuncian, pues la mayoría de las personas que sufren este delito suelen callar por miedo.
Ciertamente, este desembalse de extorsiones y asesinatos por encargo (que, como dijimos, están umbilicalmente ligados) se puede explicar por lo fácil y accesible que les resulta a los criminales cometerlos o pagar por ellos. Pero esta es apenas una cara de la moneda. En el otro lado está la incapacidad (o el desinterés) de las autoridades por abordar un problema que ha excedido sus capacidades y que ha puesto en jaque varias ciudades del país, especialmente Lima.
No se trata solo de un Ministerio del Interior que ha visto cambiar a sus titulares a un ritmo que vuelve imposible diseñar e implementar una estrategia clara contra estos delitos, sino de toda una clase política preocupada únicamente por disputarse el poder sin reparar en el desamparo en el que se hallan miles de peruanos que se han vuelto rehenes no solo de la mezquindad de sus autoridades, sino también del crimen que ya no titubea en exhibir sus miasmas ante todo un país.