Existe, al parecer, un gran consenso entre las distintas bancadas del Parlamento recientemente electo para darles prioridad a los asuntos de la reforma política que quedaron pendientes tras la disolución del anterior. Pero, salvo una especie de temario general que los futuros legisladores mencionan cuando la prensa les pregunta al respecto, poco o nada es lo que se sabe sobre cómo procederán los grupos congresales ante cada una de las cuestiones que les tocará enfrentar.
Esto es particularmente preocupante habida cuenta de lo ajustado del plazo del que ellos dispondrán para modificar las normas electorales de manera que rijan en los comicios del 2021. Como se sabe, el artículo 4 de la Ley Orgánica de Elecciones indica que ese tipo de normas solo puede ser modificado hasta un año antes de la concurrencia de la ciudadanía a las urnas, por lo que, en rigor, todos los cambios tendrían que estar sancionados para el próximo 10 de abril. Y por poco que quieran discutir los nuevos parlamentarios, es evidente que tal pretensión es irrealizable.
En esa medida, resulta bastante probable que una de las primeras decisiones de la representación nacional elegida el 26 de enero sea la de extender, excepcionalmente, ese plazo… pero no se sabe muy bien hasta cuándo. He ahí una primera discrepancia.
Pero es en las materias específicas donde la diversidad de criterios se anuncia, como decíamos antes, realmente difícil de administrar. Acaso el único punto en el que habrá unanimidad será el de la restitución del derecho de los peruanos residentes en el extranjero a votar por congresistas (suprimido a causa de una aparente distracción de la Comisión de Constitución del Congreso anterior, a la hora de redactar el artículo 21 de la Ley Orgánica de Elecciones, no detectada por el Ejecutivo antes de promulgarla).
¿Pero qué hay de la forma en que cada organización política deberá inscribirse o permanecer en el registro electoral a partir de ahora? ¿Qué futuro tiene el planteamiento de las elecciones primarias, abiertas, obligatorias y simultáneas en todos los partidos? ¿Se va a eliminar finalmente el voto preferencial? ¿Cómo juega todo esto con la paridad y la alternancia en las listas, y los calendarios postulados para su plena puesta en vigor? ¿Qué sucederá, por otra parte, con la segunda votación de la reforma constitucional para impedir la postulación de personas condenadas por delito doloso en primera instancia a cargos de elección popular? ¿Qué espacio podrá o deberá concedérsele en los meses venideros al debate sobre la iniciativa de volver al sistema bicameral?
Cuestión aparte constituye, por supuesto, la controversia sobre la reforma o liquidación de la inmunidad parlamentaria, que al no ser un problema exactamente electoral no puede ser incluida en esta lista, pero que sin duda ocupará el debate parlamentario desde el primer día.
En suma, las posturas que han anunciado sobre estas materias las fuerzas presentes en el hemiciclo a partir de marzo hacen temer discusiones interminables y teñidas de una cierta vocación por consolidar en la ley las ventajas propias y las debilidades ajenas. Y si bien las soluciones de compromiso son siempre posibles en la política, en esta coyuntura lucen más bien remotas, pues ni siquiera las agrupaciones firmantes del llamado acuerdo de gobernabilidad presentan una gran afinidad sobre el particular.
A este cuadro hay que agregarle, además, el desconcierto y la multiplicidad de criterios con los que operan regularmente los entes electorales, verificados de manera dramática en el proceso que acaba de culminar y condenados a repetirse en el 2021 si las reglas a las que deben atenerse no son claras.
No hay mucho margen, pues, para el optimismo. Estos problemas no se van a solucionar solos. Y, sin embargo, las personas supuestamente llamadas a hacerlo se comportan como si así lo creyeran.
Quienes sueñan con un futuro político más allá del año y medio que durará el mandato de esta nueva representación nacional no deberían olvidar que es en trances como estos que los liderazgos surgen o se legitiman.