Por muchas décadas, el Perú se acostumbró a ser un exportador neto de población. Cientos de miles de peruanos salieron a buscar un mejor destino para ellos y sus familias en países como Estados Unidos, España o Chile. Nuestra preocupación por los eventuales brotes xenófobos era estar en el lado de la víctima.
En los últimos años, sin embargo, los flujos se han invertido. Los peruanos –acostumbrados a interactuar básicamente entre nosotros en nuestro propio país– de pronto entramos en contacto casi a diario con venezolanos que huyen de su propio descalabro económico. Para un país poco habituado a foráneos como el Perú, la preocupación hoy por los brotes xenófobos es estar del lado del perpetrador.
La alarma no es injustificada. De acuerdo con un informe publicado en este Diario hace pocos días, casi dos de cada tres venezolanos en cinco ciudades del país (Lima, Arequipa, Cusco, Tacna y Tumbes) se han sentido discriminados, principalmente por su nacionalidad.
Si bien es natural en cualquier país que la competencia por empleos en determinados sectores genere tensiones entre migrantes y la población local, otras actitudes exceden por largo el recelo laboral. Por ejemplo, la circulación de noticias falsas vía WhatsApp sobre supuestos secuestros de niños peruanos por parte de bandas de delincuentes venezolanos pareció armada al estilo de antiguos –pero efectivos– psicosociales destinados a infligir el máximo daño.
Para vergüenza del país, los brotes de xenofobia no se han quedado en el campo particular, sino que se han extendido también al ámbito oficial o de políticas públicas. Como se recuerda, por ejemplo, el Gobierno Regional de Cusco publicó una ordenanza que prohibía sustituir a trabajadores peruanos por venezolanos contratados informalmente –como si la gravedad de esa falta tuviera alguna relación con la nacionalidad–. A su vez, el Ministerio de Trabajo afirmó, increíblemente, que el reemplazo de algunos trabajadores por otros –venezolanos– de menor sueldo sería una práctica “discriminatoria” y, con lo cual, pasible de multas.
En marzo, el alcalde de Huancayo, Henry López, anunció que presentaría una ordenanza “frente a la creciente y descontrolada presencia de extranjeros”. El Ministerio Público le abrió una investigación de oficio por discriminación. De manera más reciente, municipalidades como las de Pisco o Miraflores han dispuesto un “empadronamiento” o solicitud aleatoria de documentos de ciudadanos venezolanos. Además de ilegal, pues el registro de extranjeros no les corresponde a las municipalidades sino a la Superintendencia Nacional de Migraciones, la práctica es abiertamente discriminatoria y no exenta de un velado componente intimidatorio. Prácticas similares son regularmente condenadas por la comunidad internacional y activistas locales cuando se llevan a cabo en países como EE.UU. contra la población de origen latinoamericano.
En no pocos casos, la preocupación por la inseguridad ciudadana se utiliza para justificar actitudes discriminatorias. No está de más recordar aquí, no obstante, que los delitos son siempre de naturaleza individual –no pertenecen de manera exclusiva a ningún colectivo étnico o nacional–. Caer en generalizaciones de este tipo hace un enorme daño a la seguridad jurídica, la imagen y los derechos de los miles de venezolanos que trabajan honradamente en el Perú luego de escapar del desastre que encabeza hoy Nicolás Maduro.
Bien encauzada, la presencia venezolana representa sin duda una oportunidad. Aprovechar el trabajo, el talento, las ideas y la diversidad que trae la migración hace eventualmente a cualquier nación más fuerte y más próspera. Después de todo, el mestizaje y la fusión de culturas se reconocen hoy como unos de los principales activos del Perú. Pero el camino no es fácil. Los retos también saltan a la vista y empiezan a tensionar las débiles costuras institucionales del país. Esta oleada migratoria representa una enorme prueba que, en el corto plazo, pone presión sobre nuestra estructura económica, pero, quizá más que todo, es un desafío sobre la fortaleza de nuestra estructura social, de nuestra empatía y de nuestros valores como nación. No perdamos la oportunidad de demostrar al mundo y a nosotros mismos que somos mejores que esto.