Este martes, un paro de 48 horas fue acatado por residentes de Puno y Juliaca. La medida fue convocada para protestar contra la creciente inseguridad ciudadana y para que los delincuentes de alta peligrosidad no sean recluidos en los penales de estas ciudades. ¿Cómo se manifestó este reclamo contra la inseguridad? Con inseguridad y violencia. Además de bloquear vías de acceso, los manifestantes prendieron fuego a aproximadamente 40 locales nocturnos y cantinas, indicando que era ahí donde se reunían los criminales.
Al día siguiente, en Apurímac, tras una semana de paro, representantes del Frente de Defensa de los Intereses y Desarrollo de Andahuaylas –que mantenían bloqueada la carretera hacia el Cusco para que se declaren en emergencia los sectores salud y agropecuario y que la Contraloría General de la República realice una auditoría al gobierno regional por presuntos actos de corrupción– participaron en una mesa de diálogo con una comisión oficial.
Terminada la reunión, un grupo de más de cien personas atacó el lugar del encuentro, lanzando piedras al local de la Universidad Tecnológica de los Andes e impidiendo que los funcionarios –entre los que se encontraban el ministro de Agricultura, José Hernández, el contralor Edgar Alarcón y los congresistas Richard Arce, Dalmiro Palomino y Yeni Vilcatoma– pudieran salir. Esa noche, una turba incendió dos buses de una empresa privada de transportes relacionada con el parlamentario Palomino.
Un día más tarde, en Huaycán, Ate, se propagó el rumor falso de una supuesta mafia dedicada al tráfico de órganos. Ante esto, un grupo de vecinos intentó linchar a dos encuestadores que trabajaban en la zona, acusándolos sin pruebas de ser descuartizadores de menores. Cuando fueron rescatados por la policía, una turba de personas intentó tomar por la fuerza la comisaría, hirió a 22 agentes del orden, dañó 24 vehículos estacionados cerca del lugar, quemó dos de ellos, y una vecina falleció a consecuencia de una bala perdida durante el enfrentamiento.
Este tipo de sucesos se vienen repitiendo semana a semana en diversos puntos del país. Es difícil imaginar, así, cómo un país puede aspirar a ser considerado del Primer Mundo e integrar el grupo de naciones más desarrolladas de la OCDE, mientras que la institucionalidad más básica, que supone el respeto a la vida y propiedad ajenas, y al monopolio estatal en el uso de la fuerza, es consistentemente violentada.
Que parte de la ciudadanía por alguna razón pueda sentirse con derecho a incendiar locales, tomar por la fuerza comisarías, secuestrar autoridades; en buena cuenta, arrogarse el derecho a la violencia para intentar hacer justicia (o su voluntad) por propia mano, es alarmante.
En este contexto, vale la pena recordar otro evento reciente. El último domingo, se firmó un acta de compromiso con los dirigentes de las comunidades indígenas de Saramurillo, en Loreto, para poner fin al paro que mantuvo bloqueado el paso por el río Marañón y que supuso, en algunos momentos, la detención de embarcaciones y hasta el secuestro de un grupo de trabajadores estatales –incluyendo fiscales y empleados de Petro-Perú–. Uno de los acuerdos incluye el compromiso de Petro-Perú de no iniciar ni impulsar acciones legales por lo acontecido “durante las medidas de protesta”.
Esto no quiere decir que no se pueda discutir ni atender reclamos que puedan ser legítimos. Pero mientras las autoridades sigan amparando la violencia con ‘mesas de diálogo’ y ‘actas de compromiso’, subsistirá esta idea de que hay otro camino más efectivo: un Estado paralelo gobernado por una ley alterna, la del que logra pegar más fuerte.