Anteayer, mientras el país procesaba que 487 personas se habían beneficiado clandestinamente con la vacuna del laboratorio chino Sinopharm y que la exministra de Salud Pilar Mazzetti nos había mentido tanto como el presidente Martín Vizcarra sobre la materia, el Ministerio de Salud reportaba 3.203 nuevos casos de COVID-19 y 177 nuevos fallecidos. Así, oficialmente, han muerto más de 43 mil peruanos durante toda la epidemia. Más de 300 son médicos.
Lo grave de las cifras nos recuerda que las trapacerías de quienes, más que el hombro, le pusieron la espalda al país, no deben distraernos ni amenazar lo más importante de todo: derrotar la pandemia. Obviamente, será importante que se deje trabajar al sistema de justicia para castigar a quienes corresponda por sus fechorías, mentiras y traiciones; pero también lo será que se apuntalen las campañas por obtener y aplicar vacunas. Para ello, además de exigirle diligencia y efectividad al Ejecutivo, es clave demandar que nuestros políticos no gatillen mayor inestabilidad gratuitamente –algo que, lamentablemente, ya empezó a verse–.
En primer lugar, cae en las manos del canciller Allan Wagner cerciorarse de que las vacunas que el país ya ha adquirido lleguen a nuestras costas sin sobresaltos y, de ser posible, antes de las fechas establecidas. Asimismo, el ministro Óscar Ugarte tiene la obligación de lograr que las dosis que ya están en nuestro haber alcancen lo antes posible a quienes componen la primera línea de atención y todos aquellos que se encuentran en la fase I y, al mismo tiempo, de remediar los déficits en recursos e infraestructura que vienen experimentándose (es el caso del oxígeno y de las camas UCI).
Todo lo anterior debe estar acompañado de una renovada vocación por la transparencia y, en esa línea, el Gobierno ha hecho bien en ofrecer medidas drásticas contra quienes se beneficiaron en perjuicio de todos. Otro episodio de estas características no puede repetirse y, menos, pasar inadvertido.
Sin embargo, tampoco hay que olvidar que este tipo de crisis son terreno fértil para los oportunismos a los que nuestros políticos, especialmente desde el Congreso, nos tienen acostumbrados. En el pasado, desde el Palacio Legislativo no han tenido problemas con atizar la inestabilidad cuando lo han juzgado conveniente a sus intereses, usualmente diferentes a los del país.
Tanto la parlamentaria Martha Chávez como el legislador Ricardo Burga han dado inquietantes pasos en esta dirección. La primera ha asegurado que Manuel Merino (Acción Popular), quien durante su breve paso por la presidencia consiguió que 94% del país estuviese en contra de su designación (Ipsos, noviembre), debería recuperar el cargo al que renunció tras la muerte de dos jóvenes en las marchas en su contra. El segundo, por su lado, ha insistido en que la actual Mesa Directiva debería dar un paso al costado, lo que supondría desestabilizar al gobierno de Francisco Sagasti, designado por el Parlamento como parte de esta.
En ambos casos, se invita a situaciones que entorpecerían o pondrían en peligro los procesos que viene conduciendo el Ejecutivo, un lujo que no podemos darnos y para el que, en honor a la verdad, no existe justificación. Nuevos sacudones en la composición de los poderes del Estado, a estas alturas, solo demostrarían que la clase política tiene poco o ningún interés por el bienestar de la ciudadanía.
La mejor reacción ante lo sucedido, más bien, es no perder de vista el objetivo, no olvidar la batalla que aún estamos librando. Hay que administrar dos cosas fundamentales: castigos a los que cometieron delitos y vacunas a los peruanos.
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