Cristina Fernández de Kirchner parece existir para probar los límites de la demagogia. O, mejor dicho, para demostrar que estos límites, al menos en nuestra región, están siempre más allá de lo que uno hubiera imaginado, con lo que resulta siendo enormemente factible dar gato por liebre y salir con aplausos.
Sino, basta ver lo que ha logrado hacer la presidenta argentina con la obligación, recientemente rescatada por un juez neoyorquino, de que su país pague a aquellos acreedores de la deuda a la que Argentina hizo default en el 2001 que se negaron a aceptar la “renegociación” que impuso el gobierno del marido de Fernández (el juez estadounidense tiene vela en el entierro porque el contrato de la deuda se sometió a la jurisdicción de Nueva York).
En efecto, si uno oye a la presidenta hablar del tema o a los manifestantes que han marchado en las calles argentinas –o, de hecho, si uno lee o escucha la mayoría de los titulares que ha producido la prensa al respecto–, estamos frente a una historia terrible. Hay unos buitres que quieren comerse a Argentina. Llevarla a colocarse en una nueva situación de default internacional que secaría su crédito y la colocaría en una (nueva) crisis financiera. Y hay una presidenta valiente que, por “amor a la patria” – “patria o buitres” es el cántico que, según “El País”, ha promovido la Casa Rosada en las calles argentinas– se niega a caer en esta “extorsión” y está dispuesta a llevar el asunto a la corte de La Haya. Por si esto fuera poco, la presidenta hasta se preocupa por los acreedores del otro 93% de la deuda: “No puedo creer que una legislación diga que hay que reventar al 93% para salvar al 1%”.
Lo que la presidenta argentina no está diciendo, claro, es que quienes forman ese 93% ya vienen reventados. Los reventó el mismo Gobierno Argentino cuando les hizo, a lo Corleone, “una oferta que no podrían rechazar”: o aceptaban “renegociar” la deuda (para reducirla a un tercio de su valor) o el Gobierno Argentino simplemente no se las pagaría nunca (en la misma forma en que había dejado de pagar sus cuotas desde el 2001). Hablando de extorsiones…
Es cierto que ha ayudado a la causa popular de la presidenta el que una parte de este 7% de la deuda sea hoy tenido por fondos que los compraron especulando que lograrían cobrárselo a Argentina algún día (los famosos buitres) y no por, digamos, abuelitas octogenarias. Pero esa impresión ignora el hecho de que tan legítima es la deuda de estos fondos como lo sería la de una abuelita en su lugar –los dos tendrían promesas de pago que emitió en su día el gobierno argentino en términos que permitían que se transfiriesen. E ignora también el que si estos fondos son llamados buitres, ello es porque las deudas que compran son basura, y lo que hay detrás de las deudas convertidas en basura son gobiernos que (por irresponsables o por truhanes) incumplen su palabra y hacen lo que en buen peruano se conoce como perro muerto –sin ir muy lejos, lo mismo que hizo Alan García en su primer gobierno. Es decir, no podrían existir los fondos buitre si no hubiera los gobiernos perromuerteros.
Por otra parte, los fondos buitre cumplen una importante función en el mercado, como lo ha recordado recientemente nuestro columnista Franco Giuffra. No es solo que recogen la basura como los buitres de la naturaleza, sino que al perseguir a los deudores incumplidos (estos fondos buitre llevan años tratando de cobrarle su deuda argentina) y eventualmente al alcanzarlos, como ha sucedido ahora, recuerdan a todos los gobiernos del mundo que no es tan fácil salir bien librado de un default y hacen, consiguientemente, menos probables las cesaciones de pago internacionales.
Finalmente, y dicho sea de paso, dentro de ese 7% que no aceptó la renegociación argentina (como dentro del 93% que sintió que no tenía más remedio que aceptar que le redujesen lo que se les debía a un tercio), también hay abuelitas octogenarias. Personas como Norma Lavorato, de 85 años, quien había comprado deuda argentina por $45.000 y quien, según contó a “The Wall Street Journal”, no aceptó la “renegociación” que impuso el gobierno de Kirchner por una sencilla razón: había trabajado durante 43 años por esos ahorros y no veía por qué tenía que aceptar que un Estado irresponsable se los redujese, bajo el principio de “o eso o nada”, a la tercera parte.