El Congreso, en teoría, debe ser una manifestación de la visión del país que los ciudadanos compartimos. Su principal tarea es la de modelar el marco legal en función a consensos basados en la fiel representación de los intereses y preocupaciones de sus votantes, que somos todos.
Ese noble rol, sin embargo, puede pervertirse profundamente. Con pocas excepciones, el Perú ha sido testigo durante este último año de un Congreso desbocado que, cuando identificó oportunidades políticas de potencial aplauso popular, no cedió mayores espacios a la reflexión y sensatez, sino que se lanzó de pleno hacia ellas.
Sus primeras votaciones relevantes debieron llegar como una advertencia. Las normas respecto de la suspensión de peajes en el ámbito nacional y la devolución del 25% de las cuentas de AFP se dieron a poco de instalado el actual Congreso. Desde ahí, y con el golpe a las condiciones económicas y políticas en el país, los impulsos populistas del Legislativo tan solo se fortalecieron.
Durante este año, algunas leyes amenazaron con poner en riesgo el equilibrio de los sistemas económicos, dañar seriamente el ambiente de inversión y deteriorar las condiciones de vida de los ciudadanos. Entre estas se cuentan, por ejemplo, las dos mencionadas previamente sobre los peajes y las AFP, la subsiguiente norma sobre el retiro total de las cuentas de ahorro previsional privado, la formalización de los taxis colectivo, la derogación de la Ley de Promoción Agraria, y los esfuerzos para congelar las deudas y controlar las tasas de interés del sistema financiero –esta última aún en debate–.
Otras piezas legislativas atacaban el equilibrio fiscal que el país ha logrado construir con mucho esfuerzo durante décadas. Aquí se cuentan, por ejemplo, el retiro de los aportes a la ONP, la derogatoria del decreto de urgencia que regulaba la negociación colectiva en el sector público, los ascensos automáticos en el sector salud, la reposición de 14.000 docentes interinos sin título pedagógico a la carrera pública magisterial, la eliminación del régimen CAS, entre otras. Muchas de estas normas –aparte de erosionar la caja fiscal y de correr el riesgo de ser declaradas inconstitucionales por incurrir en una iniciativa de gasto que el Congreso no tiene– hacen más difícil la gestión del Ejecutivo al debilitar los sistemas meritocráticos dentro del Estado.
En el equilibrio de poderes, y una vez superados los filtros del Ejecutivo, corresponde al Tribunal Constitucional (TC) pronunciarse sobre las leyes aprobadas que puedan vulnerar la Carta Magna. Recientemente, este organismo declaró inconstitucional la ley de ascensos automáticos en el sector salud. Previamente había fallado en contra también de la ley que exoneraba el pago de peajes, y está pendiente de resolución la devolución de aportes a la ONP. Poner a prueba con regularidad este rol defensivo del TC, así como del Banco Central de Reserva cuando corresponda, denota una función legislativa carente de procesos serios.
El populismo del Congreso, para decirlo claramente, se ha convertido en una fuente enorme de riesgo para la recuperación del país. Más aún, las abrumadoras mayorías congresales con las que se aprueban textos de muy baja calidad en el pleno son sumamente preocupantes, pues traslucen que casi no existen contrapesos legislativos a normas peligrosas. Ante la inmunidad de los parlamentarios a la opinión de expertos o explicaciones técnicas, será la propia ciudadanía la que deberá demandar mayor responsabilidad de parte de sus representantes en los meses que vienen. El mejor antídoto contra el populismo, después de todo, es una población informada sobre sus consecuencias.
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