Transcurrieron apenas pocas semanas desde la toma de mando del 28 de julio pasado antes de que el Gobierno asumiese una cómoda postura triunfalista con respecto de la marcha de la economía.
En la segunda mitad del 2021, el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), a través de su titular, Pedro Francke, informaba semana a semana que los indicadores de actividad productiva, empleo y estabilidad macroeconómica iban viento en popa. Por supuesto, existen algunas cifras para respaldar tal visión. Es cierto, por ejemplo, que el PBI nacional ha logrado recuperar –e incluso superar– los niveles previos a la pandemia, en tanto que el déficit fiscal resultó menor del esperado. Con las últimas cifras disponibles, el crecimiento del 2021 habría sido de aproximadamente 13% en comparación con el 2020, lo que supera las expectativas que se tenían a inicios del año pasado. El ministro Francke ha hecho un oficio regular de responder a sus críticos con indicadores seleccionados para transmitir la imagen de estabilidad y dinamismo económico.
Pero lo que se cuenta desde el MEF es solo la mitad de la historia; y quizá la mitad menos importante. Lo cierto es que el 2021 tuvo tres procesos –independientes del actuar del Gobierno– que explicaron buena parte del crecimiento. En primer lugar, la fortaleza macroeconómica –construida con décadas de responsabilidad fiscal y monetaria– permitió más holgura en las finanzas públicas sin sacrificar demasiada credibilidad. En segundo lugar, el superciclo de precios de los minerales inyectó una cantidad récord de recursos al Estado y puso una cuota de optimismo para un sector de otro lado abandonado por el Gobierno. Y, en tercer lugar, el rebote económico luego del colapso del 2020 fue un proceso natural y que se ha visto también a lo largo del resto de países.
¿Qué ha aportado entonces el gobierno del presidente Pedro Castillo en materia económica? Principalmente, preocupación e incertidumbre. El indicador de expectativas económicas a tres meses, recogido por el Banco Central de Reserva (BCR), se halla en tramo negativo desde abril del año pasado –mes de la primera vuelta electoral– y, excluyendo crisis internacionales, ha tocado sus mínimos históricos. A pesar de alguna mejora en las últimas semanas, el tipo de cambio cercano a los S/4 por dólar –también récord histórico– refleja la sensación de los mercados.
No es para menos. Durante el 2021 el país escuchó propuestas del Gobierno para nacionalizar el gas de Camisea, elevar impuestos a discreción, sancionar a la minería formal y dejarla a su suerte ante extorsiones, hacer más difícil y cara la contratación formal, gastar por encima del límite del presupuesto público, repotenciar empresas públicas que pierden millones, entre otras varias señales de alarma. Eso es, en resumen, lo que ha aportado en términos económicos el Gobierno actual, y su esencia se recoge nítidamente en las magras proyecciones de crecimiento de la inversión privada para el 2022: 0% según el BCR.
Como mencionamos ayer en estas páginas, nuestras expectativas para el 2022 no son especialmente auspiciosas en lo que corresponde al gobierno del presidente Castillo y su capacidad de gestión. Este, sin embargo, tiene todavía a su favor por lo menos parte de los tres procesos económicos indicados arriba y la oportunidad de demostrar que el Perú es un país en el que las reglas de juego se respetan sin importar quién ocupe la presidencia. El cambio de rumbo es urgente porque los indicadores económicos del 2022 no serán ya tan generosos con el Gobierno ni con el país: nos tocará cosechar lo que sembramos en el 2021.
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